s.XX - Poesía experimental - Guillermo Carnero: Una poética innecesaria, 2005


Ante todo, quiero agradecer a Antonio Gallego su generosa presentación, a él y a la Fundación la invitación de hoy, y a Vdes. su presencia. Después de haber intervenido, a lo largo de los años, en muchos actos como este, sé que quienes asisten a ellos son lectores habituales de poesía, y que muchos la escriben o intentan hacerla llegar a otros en la enseñanza. Puede decirse que estamos entre personas del oficio, para quienes ciertas cuestiones son sin duda superfluas. Por otra parte, no creo que lo que Vdes. esperan de mí sea una clase de teoría literaria. Lo que de verdad importa en un poeta es su práctica, no una teoría que está al alcance de cualquiera que tenga una mínima formación en ese terreno. Habrán visto a más de un semipoeta —como decía Vicente Aleixandre— disparando la artillería pesada de la teoría para intentar amparar con ella una práctica insuficiente o que nada tiene que ver con esa ciencia aparatosa, como la urraca de la pampa en el Martín Fierro de José Hernández, que por un “lao pega los gritos y por el otro pone los huevos”.

Con todo, es inevitable que un escritor haya llegado, con el tiempo, a ciertas ideas acerca de su propia escritura. Esas ideas, que pudiéramos llamar “reflexiones de taller”, son las que de verdad interesan, a mi modo de ver, porque no pretenden ser preceptos de validez universal ni han sido nunca una falsilla previa a la escritura, sino que son sólo observaciones derivadas de una larga práctica guiada por el instinto.Y por lo tanto son siempre provisionales y subsidiarias a esa práctica; para ellas vale lo que decía Unamuno: “Tengo ideas, pero las ideas no me tienen a mí”.

La obra de un escritor está, en mi opinión, determinada por tres ejes de coordenadas: la necesidad que lo impulsa a escribirla, y la relación que mantiene, por una parte con la tradición de su género literario y su lengua, y por la otra con la sociedad a la que pertenece. Empezaré por el final de esta enumeración para intentar explicarme.

La relación entre poesía y sociedad es prácticamente inexistente, o mejor dicho, negativa y disuasoria. El plebiscito diario que tiene lugar en las librerías españolas manifiesta que a nuestros conciudadanos les tendría sin cuidado la extinción de la poesía. Escribirla no es, para la sociedad española, una actividad que deba considerarse una profesión, puesto que la insuficiencia de su demanda impide que ningún poeta, ni siquiera los de mayor éxito, pueda mantenerse de los rendimientos del mercado. En nuestra sociedad es cada vez menor la presencia de la cultura escrita, sin duda por el fracaso del sistema educativo y la enorme influencia de los medios de comunicación de masas, que ofrecen primordialmente distracción oligofrénica para analfabetos y proponen modelos de éxito y prestigio basados en la fuerza bruta, el poder, el dinero y el arribismo. Lo que debe entenderse por cultura sólo está presente en círculos minoritarios, y la literatura de tradición y naturaleza culta tiene un horizonte de recepción muy reducido. La sociedad española, por su falta de cultura y de criterio selectivo y su dependencia de los medios de comunicación, y por el predominio que en ella ejerce la publicidad sobre la crítica, emite un continuo mensaje de desaliento y disuasión para quienes se sienten insertos en la gran tradición cultural de Occidente. Desaliento y disuasión que sólo contrarresta el reconocimiento que procede de las instituciones estatales y privadas, o de la comprensión de algunos lectores y críticos.

No crean que les digo esto por resentimiento; mis libros de poesía se venden bien. Pero los hechos están ahí, con independencia de cómo le vaya a cada cual. No vamos a entrar en consideraciones sobre política educativa, o sobre la dejación de responsabilidades de todos nuestros gobiernos, sea cual sea su color, en lo que toca al principal medio de comunicación de masas. Piensen Vdes. que la sociedad española es capaz de destinar al traspaso de un futbolista lo que cobraría el mejor pagado de los catedráticos de su Universidad en quinientos años de servicio. Si hay veinte millones de españoles dispuestos a presenciar un partido de fútbol, y sólo unos cuantos miles a comprar un libro de poesía, estamos sin duda en una sociedad enferma a la que le falta el mínimo de sensibilidad y sentido común. Cualquier persona que los tenga pensará, en mi opinión, lo mismo que aquel mandarín que, según cuenta Ernest Gombrich, presenció por primera vez, en 1902 y en los jardines de la embajada británica en Pekín, un partido de tenis, e hizo el siguiente comentario: “Suponiendo que exista alguna oscura razón, que no acierto a imaginar, para llevar esa pelota de un lado a otro, no comprendo cómo actividad tan irrelevante no se encomienda a los criados”.

Pero resulta que los criados se han convertido en nuestra aristocracia, y no es la primera vez. Uno de los síntomas más claros de la descomposición de la sociedad romana fue el predominio del anfiteatro sobre el teatro, es decir, del deporte 18 sobre la literatura. El historiador Herodiano habla de locura, vergüenza y deshonra al referir la insensata predilección de Cómodo, el hijo y sucesor del emperador Marco Aurelio, por los espectáculos atléticos y las competiciones deportivas, y hemos de preguntarnos si esos calificativos, que aluden a la decadencia moral y cultural del Imperio Romano, son aplicables a nuestra sociedad en su conjunto.

En resumen, para un poeta no puede ser primordial, a la hora de escribir, una demanda que no tiene suficiente entidad. De todos modos, creo que eso es en cierto modo bueno para la poesía, pues la libra de la tentación de adaptarse a las predilecciones de una sociedad insuficientemente cultivada.

Entonces, si la poesía no se escribe profesionalmente, ¿por qué se escribe? Jaime Gil de Biedma decía que es una aventura de salvación personal, y como esa necesidad la sienten pocos, tiene pocos lectores y vive, de hecho, en las catacumbas. ¿Qué es salvación personal? Respuesta a las preguntas acerca del sentido de la existencia, la entidad del yo, la ética que una persona de calidad necesita poseer si para ella carece de sentido cualquier moral preceptiva. La poesía es así una filosofía, de lo concreto y en lo concreto, para quien tiene la desgracia y el privilegio de oír las voces de la salvación en algunos momentos y circunstancias de su vida cotidiana, ante algo o alguien que lo atrae y le pide atención con lo que Salvador Dalí llamaba “evidencia emocional”. Otras veces la necesidad de salvación se plantea a propósito de hechos biográficos en los que hemos estado emocionalmente comprometidos, y que han puesto en cuestión nuestra entidad personal hasta el punto de obligarnos a reconsiderarla y redefinirla.

Eso quiere decir que la poesía auténtica es autoconocimiento y terapia, y, como decía Baudelaire, convierte en el oro de la palabra el cieno de la realidad. Los hechos que la desencadenan no son privativos de los poetas, sino patrimonio existencial de todos los seres humanos. Lo excepcional en los poetas es la magnitud del impacto emocional de la existencia, y la necesidad y la capacidad de convertirlo en un discurso escrito.

Quien escribe por ese motivo escribe primordialmente para sí mismo, y para saber más de sí mismo. Decía Cioran que quien quiera ser aquello que ha venido al mundo a ser, debe hacer el vacío a su alrededor.Y Pushkin, en un soneto que tengo enmarcado y colgado en mi estudio, que el poeta debe seguir su camino “firme, tranquilo e insociable”. Ahora bien, el poeta no es esencialmente distinto de los demás, y comparte con ellos los mismos conflictos. Por eso tiene sentido publicar.Y se convierte en necesario porque todos queremos dejar de nosotros mismos una definición y un epitafio, y no los hay mejores que la poesía.

El último elemento, entre los tres de que empecé hablando, es el contacto con la tradición, que nos aporta la sucesión histórica de distintos caminos de esa salvación personal. No tiene sentido imitarla o reproducirla, salvo para aquellos que cuentan con un público ignorante. Pero es necesario conocerla, igual que un pintor abstracto debe saber dibujar y ser capaz de pintar un bodegón. Sólo se puede ir más allá de lo que se conoce, y en todas las épocas hay provechosas lecciones de la siempre difícil relación del poeta con su lengua. El verso libre y blanco, distintivo de la poesía moderna, sólo puede dominarlo quien tenga el oído educado por la métrica clásica.

Por otra parte, si bien la poesía tiene capacidad ilimitada para incorporar el pensamiento reflexivo, tiene también en ello el peligro de convertirse en un discurso excesivamente abstracto. A ese respecto, y además de la gran lección que es la mejor poesía barroca —sobre todo, Villamediana—, nunca he olvidado un consejo de Jaime Gil de Biedma: que ese discurso debe fundarse en la imaginación en el sentido estricto de la palabra, es decir en imágenes que entren por la vista y que el lector pueda visualizar. Lo he tenido siempre en cuenta incluso en los poemas más reflexivos, procurando que el discurso abstracto y el sensorial se apoyen mutuamente, y que el primero sea una deducción del segundo.

En mi etapa de formación, la tradición a la que me sentía próximo era muy amplia, desde los clásicos grecolatinos y del Siglo de Oro —Góngora,Villamediana, Donne, Shakespeare— a Rubén Darío,Valle-Inclán, Stendhal, Baudelaire,Valéry, Yeats, Eliot, Rilke, Cavafis, el Juan Ramón final. El irracionalismo simbolista siempre me interesó más que el superrealista. Creo que el Superrealismo tuvo la desgracia de llegar demasiado pronto; de aparecer más tarde hubiera sido jungiano en vez de freudiano, y habría explorado el subconsciente colectivo, que es ámbito de comunicación a diferencia del individual. Eliot lo comprendió al recurrir a los símbolos de la mitología y el folklore de los pueblos primitivos.

En mis años de iniciación, el poeta del 27 al que más admiraba era Luis Cernuda, aunque me interesaba también Aleixandre por su técnica del verso. De lo siguiente, el grupo “Cántico” ante todo, Luis Rosales y Bousoño desde Invasión de la realidad. Del grupo de Barcelona, Gil de Biedma y Carlos 21 Barral. En los años sesenta lo más presente era la “poesía social”, que siempre me pareció equivocada en lo esencial, al afirmar que el texto literario no ha de ser más que un vehículo para la transmisión de mensajes ideológicos: decía Gabriel Celaya en la Antología consultada que ha de ser como el flash que se autodestruye en el momento de producir el destello que permite la reproducción fotográfica de la realidad. La poesía social me pareció siempre una especie de juego o exorcismo con el que los poetas que la practicaban se aliviaban mutuamente, y creo que su efectividad primordial residía en ese carácter de terapia de grupo.A ello se refieren algunos de los mejores poemas autocríticos de Jaime Gil de Biedma.

Pensando en sí mismo y en sus posibles lectores, un poeta tiene ante todo el deber de significar; y a mi modo de ver, no significa lo que reitera lo ya sabido, lo ya leído y lo ya sentido, es decir, lo absolutamente previsible. Esto me recuerda un ensayo de Diderot, La paradoja del comediante, que todo poeta debería leer y meditar. Diderot viene a decir que si para representar en el teatro a un personaje que sufre se hace subir a escena a una persona sin formación y que esté sufriendo realmente, cuando intente expresar ese sufrimiento sólo hará reir al público, mientras que un actor profesional, con conocimiento del corazón humano y del arte de la expresión de los sentimientos, le hará efectivamente llorar. Mejor aún lo formuló Fernando Pessoa:

El poeta es un fingidor; finge tan completamente que llega a fingir que es dolor el dolor que de verdad siente.

Es decir: es necesario, pero no suficiente, sentir dolor; hay que saber representarlo desde el conocimiento de la lengua y la literatura, pero sólo valdrá si además no es vitalmente fingido.

Antes les decía, en otras palabras, que las ideas de un escritor son la consecuencia de su propia historia. Yo pertenezco a una promoción que entró en la escena literaria a mediados de los años sesenta. Si tuviera que recordar y resumir en un solo rasgo mi actitud en aquel momento, tendría que decir que fue una marcada y consciente oposición a la poética española de posguerra. Esa poética, con excepciones de las que soy consciente, se manifestaba en dos orientaciones dominantes: el realismo social y el intimismo primario, que la poesía española de posguerra había ido aportando en sucesivas oleadas a partir de la llamada “rehumanización” de los años cuarenta. La crítica que se ha ocupado de mi generación y de mí ha puesto excesivamente el acento en lo primero. Se trata de un error de brocha gorda pero explicable, porque los poetas que hacían lo uno hacían también lo otro, ya que la poética del realismo social prescribía la simplificación del discurso y su aproximación al conversacional, en aras de una supuesta recepción mayoritaria que afectaba tanto a los poemas de denuncia o de combate como a los dedicados a otros asuntos.

Pero poner demasiado énfasis en el rechazo del realismo social significa en la práctica definir nuestra diferencia en términos de tema y de ideología, lo cual es coger el rábano por las hojas y reducir una ruptura de mucho mayor alcance, y que podría considerarse la negación de la poesía entendida como mensaje, tanto si este es de ámbito político y colectivo como individual y egocéntrico. Llamo poesía mensaje a la que transmite significados no problemáticos en textos cuya lectura se vuelve automática, por su escasa desviación de la lengua estándar, su redundancia con respecto a la tradición romántica y su limitación a las referencias procedentes de la vida cotidiana y contemporánea. Con ello estamos en un terreno similar al de la distinción por Ortega y Gasset entre el arte rutinario, que sólo exige al destinatario reconocer lo que ya sabe sobre sí mismo y sobre el mundo, y el arte innovador, que ofrece la ampliación de ese horizonte; o al de la distinción por Mallarmé entre el lenguaje equiparable a la moneda de contenido metálico, y el que sólo equivale al papel moneda.

Esa ruptura fue un replanteamiento y no una huida del intimismo. No puede haber poesía sin intimismo, porque poesía es pensamiento y lenguaje imantados por la emoción. Ahora bien, hay más de una clase de intimismo, y el directo me parecía, en aquel momento inicial, necesitado de una alternativa excluyente. Hoy ya no soy tan intransigente a ese respecto, pero estoy haciendo historia y debo contar las cosas como fueron. La solución para superar el intimismo directo fue lo que se ha llamado “culturalismo”, un recurso incomprensible para muchos y que se ha querido caricaturizar como negación de la autenticidad de la emoción y de la experiencia, por decirlo en términos de una reciente polémica.

En esa incomprensión voluntaria hay, como siempre en tales casos, un vicio y una maniobra.

El vicio es el que está en el origen de la mayoría de los errores humanos: la ignorancia. Remontémonos en la Historia hasta el Barroco, momento en que la expresión de la intimidad está fuertemente condicionada por los esquemas del conceptismo petrarquista y por la admirable tensión de un lenguaje llevado a sus límites. Es natural que en el siglo XVIII el barroquismo, cuyas posibilidades habían sido exhaustivamente exploradas, necesitara una alternativa. Esa alternativa fue el intimismo confesional e inmediato que, bajo el signo de Juan Jacobo Rousseau, recorrió las Letras europeas. En aquel momento fue un gran hallazgo, que percibirá cualquiera que lea a Wordsworth o, en el ámbito de nuestra literatura, la “Epístola del Paular” de Jovellanos o algunos poemas de Meléndez Valdés o Cienfuegos. Los románticos del siglo XIX fueron sus herederos, y después de algunas décadas de exhibición del corazón desnudo la expresión poética estaba tan lexicalizada como en el petrarquismo más académico. A mediados del siglo XIX la poesía inglesa descubrió el llamado monólogo dramático , que llegó hasta nosotros a través del Modernismo de fines del XIX y de Luis Cernuda. En seguida vuelvo a ello.

Vicio y maniobra, les decía antes. La maniobra es también tan vieja como el mundo en la tradición polémica de cualquier contenido. Consiste en intentar secuestrar el significado de un término clave para utilizarlo como arma arrojadiza. En este caso, el término en cuestión ha sido “experiencia”. De hecho, existen dos grandes ámbitos de experiencia, equivalentes e igualmente legítimos en cuanto origen de poesía en la medida en que afectan a la sensibilidad. El primero lo constituyen los acontecimientos de la vida cotidiana; el segundo, los que forman parte de la Historia, la Literatura o el Arte. Los hechos de la experiencia cotidiana inducen a leer en términos emocionales y personales la experiencia cultural, y ésta reviste de trascendencia la cotidiana. Ambas están natural y 25 espontáneamente entrelazadas en el funcionamiento real del pensamiento y en la génesis, la exploración y la formulación de la emoción; de una persona culta, por supuesto, para la cual la experiencia no es más que una porque la cultura es un hecho cotidiano. Por eso decía Eliot que un pensamiento puede ser una experiencia como cualquier otra.Yo nunca he añadido referencias culturales a un poema concebido sin ellas, y las que mis poemas contienen están en ellos desde las primeras intuiciones aún no verbalizadas.

Cuando la poesía inglesa de mediados del XIX comprende que el Romanticismo ha llegado a un punto de saturación, aparece el monólogo dramático. Robert Bernbaum explicó el proceso en un libro titulado La poesía de la experiencia, que ha sido utilizado, por quienes leen sólo títulos, para amparar algo diametralmente opuesto a su contenido. El monólogo dramático fue una liberación de la dictadura del yo romántico porque empleaba en su lugar a un personaje poemático que permitía al poeta dos cosas: admitir como posibles tesituras ajenas que no asumía como propias, y proyectarse en otras con las que se identificaba. Luis Cernuda, que fue un buen conocedor de la poesía inglesa, trajo a las letras españolas del siglo XX ejemplos magistrales de monólogo dramático, y puedo decirles que, en lo que a mí se refiere, la lectura de “Luis de Baviera escucha Lohengrin” o “Ninfa y pastor, por Ticiano”, de Desolación de la quimera, el último libro de Cernuda, fue la mayor revelación en mis años de aprendizaje y formación.

Cuando yo estaba escribiendo mi primer libro, Dibujo de la muerte, no conocía el libro de Bernbaum; supe de él años después por Jaime Gil de Biedma, cuando Dibujo ya estaba publicado. Pero no lo necesitaba, gracias al modelo cernudiano. Lo que me llevó a adoptarlo fue comprender instintivamente que se trata de un procedimiento desautomatizador de la expresión del yo y superador del intimismo primario, en cuanto permite dar cuenta de la experiencia cotidiana a través de la cultural. Ello ocurre cuando el yo se expresa por medio de un personaje histórico, literario, legendario o representado en una obra de arte, al entender que ese personaje se encuentra en una coyuntura existencial similar a la suya; o cuando el discurso del yo se manifiesta a través de una obra artística o literaria previa y ajena, que tiene un significado análogo a lo que el yo desea expresar de sí mismo, y con connotaciones que le interesa incorporar. En ambos casos, que corresponden a lo que pudiera llamarse “culturalismo extremo”, el yo se expresa sin nombrarse y por una analogía siempre intuida en términos vitales y emocionales, que impide que la designación de esa máscara cultural sea arbitraria, decorativa o retórica. Se trata, desde luego, de una máscara, pero como las del teatro griego, que no ocultaban el rostro del actor sino que lo definían mejor; que no ahogaban su voz sino que le daban mayor alcance. La ventaja de esa sustitución analógica es que la novedad y la sorpresa de un poema que descansa en ella están aseguradas, ya que es ilimitado el horizonte cultural en que puede basarse.

Otras veces el culturalismo puede considerarse de “baja intensidad”, cuando sobre el discurso del yo expreso se superponen las referencias que espontáneamente sugieren la imaginación y la memoria, por analogía con la situación vital a la que se añaden y a la que aportan un suplemento de significado, pero sin recubrirla por entero.Y conste que no estoy proponiendo esos procedimientos como solución 27 necesaria ni exclusiva. Soy también consciente de que pueden generar incomunicación en un primer momento, en la medida en que el lector no comparta las referencias que le propone el poema como ámbito de extrañamiento, y por eso de significación; pero será una incomunicación pasajera, que desaparecerá ante una lectura mínimamente activa, y la creo menos grave que la falta de emoción y pensamiento que se produce cuando el significado se degrada en mensaje.

También desde mi primer libro (1967), en poemas como “Ávila”, “Castilla” o “Capricho en Aranjuez”, en los que me pregunté si el lenguaje y la belleza pueden bastar como mundo alternativo a quien se autoexilia del real, y más explícitamente desde mi segundo libro (1971), aparece lo que se llama “metapoesía”. Metapoesía es aquella poesía que se tiene a sí misma como asunto, entre otros. Cuando es legítima es una reflexión emocional y de trascendencia personal sobre las implicaciones de la escritura. Al final, ante nuestra propia mirada y ante la de quien nos lee, acabamos siendo lo que hemos escrito, y la escritura viene a ser el equivalente de la salvación del alma para el creyente. Si el poema surge de la necesidad de autoconocimiento ante las interrogaciones del mundo y del yo o ante el conflicto del yo en el mundo, y gracias al poema se define y se resuelve ese conflicto y se da respuesta a esas interrogaciones, entonces es lógico que la metapoesía se plantee como una cuestión existencial básica, en quien no tenga el pensamiento disociado de las emociones.

Siempre me ha preocupado la capacidad limitada del lenguaje para reflejar la realidad exterior y la mental, y para comunicar ese reflejo; la transmutación de la experiencia emocional en discurso escrito; la adquisición de autoconciencia e identidad que el poeta obtiene al escribirse; su concepto de la vida real como una cantera de estímulos poéticos. Cuando el pensamiento reflexiona sobre la emoción, y ésta indaga su propio alcance a través del pensamiento, se produce una interrogación que ha de desembocar en lenguaje, y es el lenguaje lo que finalmente condiciona cuanto podemos saber y decir de nosotros mismos.El horizonte semántico que concede cada lengua es tanto riqueza como frontera. El lenguaje no está primordialmente concebido para formular la fusión de emoción y pensamiento en que consiste el ser auténtico de la conciencia: la poesía lo intenta de puntillas por el filo de la navaja de la transgresión de las reglas de la expresión habitual, y sobre el abismo de la incomunicación. En los momentos en que el discurso poético se autoanaliza con mayor rigor, pone en cuestión las servidumbres impuestas por el lenguaje, e intenta zafarse de ellas: la aspiración de Pound al sistema de representación de los pictogramas chinos, los experimentos fonosemánticos del Dadaísmo alemán y de Klebnikov, la poesía visual. En ese orden de cosas yo siempre he añorado la limpieza, la inmediatez y la variedad infinita del lenguaje de la música, cuya semántica, como la del color, actúa a través de la sensibilidad y por encima de las fronteras idiomáticas.

Culturalismo y metapoesía han estado, están y estarán siempre presentes en mí; forman parte de mi modo natural de ser, sentir y pensar, y no veo razón para censurarlos. El intento de descalificar la natural convivencia de lo cultural y lo cotidiano —o, dicho de otro modo, de negar el carácter cotidiano de lo cultural— es, cuando aparece, indicio de que la mediocridad y el analfabetismo se han instalado en la sociedad literaria, o una marrullería demagógica destinada a atraerse a potenciales lectores iletrados. Sin embargo, es cierto que a partir de Divisibilidad indefinida (1990) se produce en mi forma de escribir una cierta mutación, que consiste en que la verdad emocional se hace más accesible al aflorar en ocasiones el intimismo directo que tan extraño me resultaba en un primer momento. Nada de eso ha sido consciente ni calculado; se trata de una consecuencia de la edad y la evolución personal, y es algo que culmina en Verano inglés (1999), donde no faltan las referencias culturales ni las reflexiones metapoéticas, a pesar de tratarse de un libro de evocación del amor y de reflexión sobre él, que traza la trayectoria de una relación que comienza en la felicidad de la comunicación en todos los órdenes, y termina en el desencanto y el refugio en la impasibilidad.

Mi último libro, Espejo de gran niebla (2002), continúa el anterior en la medida en que es una meditación sobre los diversos sueños en los que se adquiere una ilusión de identidad personal: el de la memoria, el del amor y el de la escritura. El estímulo de este libro ha sido una serie de preguntas acerca de mi propia historia e identidad: qué ha sido de quien escribió Verano inglés, cómo nos configuran la emoción y el pensamiento a través del recuerdo, cómo nos vemos en el espejo del papel escrito, en qué medida el recuerdo y la escritura son segundas vidas, o segundas ediciones corregidas de la misma. Así Espejo de gran niebla es la indagación de quien pretende entenderse y recuperarse al recordarse, pensarse y escribirse; y explora las sucesivas regiones del viaje por la realidad, guiado por el sueño de la imaginación literaria y artística a la que está condenado a regresar.

Muchas veces me han preguntado cómo veo el futuro de la poesía española. Aunque como profesor prefiero profetizar el pasado, en mi opinión el futuro debería ser integrador y ecléctico, y a ello me referí en un ensayo de 1999 titulado “Píos deseos al borde del milenio”. Esa integración tendría que darse en tres direcciones: 1ª, una consideración no empobrecedora de la obra de la generación del 50, que tenga en cuenta ante todo el irracionalismo simbolista de Claudio Rodríguez y la reflexión ética de Francisco Brines, valore el discurso metafísico de Barral y lea a Gil de Biedma más allá de clichés empobrecedores; 2ª, una lectura de la obra de mi generación que prescinda de los abyectos tópicos del venecianismo, la torre de marfil y la decoración, y de todas las demás simplificaciones demagógicas con las que se ha querido ocultar nuestros logros y secuestrar y desnaturalizar nuestros propósitos; 3ª, una lectura integral de la tradición desde el abandono del tópico del “elitismo” y de la desconfianza hacia todo lo que en esa tradición es, del Barroco a la Vanguardia, adquisición de maestría verbal.

Quisiera terminar pidiéndoles que no saquen la conclusión de que un poema se escribe siendo consciente de cosas como las que les he contado esta tarde, u otras semejantes. Se escribe por intuición y en un estado de obsesión, y el poema es imprevisible hasta que queda terminado. Más adelante, y no porque el poeta lo necesite sino porque se le pide que lo haga, el poema propio se analiza como se analizaría el escrito por otro, lo cual es siempre traición en tanto que traducción a un lenguaje que no es el suyo. En buena ley los poemas han de dejarse en libertad, para que actúen por sí mismos. Por eso recomendaba André Breton algo que hemos incumplido hoy: que no hay que preguntarle a un poeta qué ha querido decir, porque los poetas —y los poemas— dicen siempre exactamente lo que quieren decir.




De las Conferencias sobre poética y poesía de la Fundación March. Allí se puede escuchar la audición sonora de la conferencia, así como el texto de presentación y la selección de poemas.

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Proyecto de Edición Libro de notas

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Datos Bio-bibliográficos

Guillerno Carnero

(Valencia, España, 1947)

Bibliografía escogida:
Ensayo de una teoría de la visión, poesía 1966-1977, Hiperión, 1983.
Dibujo de la muerte: obra poética, Cátedra, 1998
Verano inglés, Tusquets, 1999.

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Biobibliografía

Poema

Otras artes poéticas del autor:

Más información en la wikipedia: Guillermo Carnero

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