s.XX - Últimas tendencias - Antonio Colinas: Nuevas notas para una poética, 2004


En alguna ocasión he recordado una anécdota relacionada con Vicente Aleixandre.Tendría yo poco más de dieciocho años y le había llevado, temeroso, al autor de La destrucción o el amor algunos de mis primeros poemas.Tras leerlos, Aleixandre me dijo: “No me cabe duda de que en usted hay un poeta, pero ¿por qué no deja de hacer sonetos durante una temporada?”

En principio, la frase parecía remitirme a que el soneto era una forma poética caduca; forma de raíz neoclásica, muy ligada a cierta poesía de postguerra; también aparecía por aquellos días como superada la poesía testimonial, que comenzaba a desgastarse a finales de los años 60. Una poesía que, como había dicho el propio Aleixandre, estaba “agotada por suficientemente expresada”.

Aquella recomendación de Aleixandre parecía aludir solamente a la forma de mis poemas, la de los sonetos que yo le presenté, pero más tarde me he dado cuenta de que, además de utilizar una forma en desuso, quizá yo no había dado todavía con mi voz, y para ello debía madurar a través de otras formas poéticas, como podían ser las de los poemas escritos en verso libre.

La anécdota me sirve para mostrar la importancia que, a mi entender tiene, en la fijación del lenguaje poético, el hallazgo y la fidelidad a la propia voz del poeta. Luego, vendría ese segundo momento en el que, tapándonos los oídos frente a los cantos de sirena de los autores que más nos gustan, dejar fluir esa voz nuestra, perfeccionarla, librarla de todo lo que sea “cáscara” en la misma; es decir, de influencias fáciles, de formas superadas, de mensajes forzados o no sinceros.

Planteadas así las cosas, pienso que la valoración del lenguaje poético y el ver cómo éste nace y posteriormente se fija en el poema, es algo muy ligado al concepto que el poeta tiene (o debe tener) de la poesía. Definir la poesía siempre supone para el poeta pasar por un proceso de depuración y de transformación literarias. Me refiero a que, seguramente, el poeta ha escrito tantas Poéticas como años de creación ha habido en su vida. Leemos lo que hemos escrito de la poesía años atrás y nuestras definiciones nos parecen inconsistentes, vacías, extremadamente literarias o simplemente provocadoras. Y es que la consolidación del concepto de poesía hoy nos parece que es algo que precisa de una maduración, que va unido profundamente al paso de los años, a la experiencia de ser.

Acaso sea por ello por lo que a mí, cuando últimamente me preguntan qué es la poesía, me gusta decir simplemente que es “un modo de ser y de estar en el mundo”. Con ello no estoy diciendo que el poeta no sea una persona como las demás, sino que él parece hacer una apuesta radical en su vida por las palabras, por esas palabras a contracorriente de su tiempo que suele ser la poesía. Así que fijo, ya de entrada, la idea de que la experiencia de escribir va profundamente unida a la experiencia de ser. En consecuencia, la poesía sería, sobre todo, un medio de conocimiento, un medio ideal para valorar e interpretar la realidad.

Parece que definiendo así la poesía la libramos de cosas que sabemos que son muy importantes en ella; muy importantes para que el lenguaje en que escribimos sea lenguaje poético y, como enseguida diré, lenguaje sobre todo nuevo; mensaje que se distingue de los mensajes expresados en otros géneros literarios. El poema que reconocemos como tal —es decir, por su valor— parece que exige una cierta destreza, una maña que unos autores tienen al escribirlo y otros no. Pero también la poesía es un género literario concreto; un género que tiene que distinguirse de los demás por cosas muy específicas, pues, si no, el poeta podría darnos por poesía lo que bien pudiera ser prosa cortada cuidadosamente en trozos y colocada, a modo de versos, engañosamente, en el poema.

Esta argucia de algunos poetas, que abusan del verso libre, se puede poner al descubierto muy bien si se lleva a cabo una práctica que yo recomiendo: poner los versos del poema prosaico, del poema engañoso, unos detrás de otros; ponerlos en prosa y leerlos luego: si el poema no es verdadero poema veremos enseguida que aquello es prosa, simplemente prosa. Y lo es porque ese texto que hemos rehecho no posee tres de las condiciones que yo considero primordiales para que el lenguaje del poema sea verdadero, sea lenguaje poético, es decir, nuevo.

Esos versos aparentes que, de golpe, hemos desenmascarado y convertido en prosa eran tal cosa porque estaban desprovistos de emoción, de intensidad y de cierto grado de pureza formal. El verso —como también veremos— es una especie de microcosmo que, a pesar de su brevedad, contiene mucha información; pero a su vez, ante todo, es un mensaje instantáneo que tiene que conmovernos:Y debe constituir también una especie de revulsivo, pues tiene el don de alterar, de revolver algo en nuestro interior. El verso, como el poema, deben turbarnos. El lenguaje poético se distingue de la prosa porque tiene, a la vez, un fulgor y una verdad que nos perturba.

Pero el poeta debe decir también, con muy pocas palabras, lo que el prosista o el autor de otros géneros debe decir con muchas. Aquí es donde radica la intensidad del lenguaje poético, que quizá no sea otra cosa que aquello que Ezra Pound reconocía como el “voltaje” de la poesía. Lo que nos dice el verso tiene que estar, por tanto, condensado: que ser resumen sorprendente de sentimientos y de reflexiones, de saberes. Quizá por ello el poema, o el libro de poemas, son textos de una gran flexibilidad y ésta es otra de las características que lo distingue de la prosa.

Por eso, un libro de poemas puede ser abierto por cualquiera de sus partes y, al hacerlo así, podemos leerlo sin que nuestra lectura pierda coherencia. Podemos, incluso, comenzar a leer un libro de poemas por el poema final: no por ello se perderá la poesía del texto. Esta operación sirve incluso para la lectura de un solo poema: podemos comenzar a saborear, de manera independiente, versos del final o del centro del poema. Y es que, antes que en el poema, la poesía verdadera tiene que latir en cada uno de los versos de dicho poema.

Cuando Góngora escribe en su “Fábula de Polifemo y Galatea” estos versos:

tascando haga el freno de oro, cano,
del caballo andaluz la ociosa espuma,
gima el lebrel en el cordón de seda
y al cuerno, al fin, la cítara suceda.

puede que, de entrada, el lector no sepa muy bien lo que el autor le está diciendo, pero ya tiene pistas para saber que en esos versos hay poesía, porque tienen intensidad y porque nos turban. También —como enseguida veremos— porque tienen un ritmo, tienen una música.

Veamos otro ejemplo: unos versos, una simple enumeración, en el poema “Alturas de Macchu Picchu”, de Pablo Neruda. Es como si al poeta le hubiesen propuesto un juego o ejercicio: “Haga usted con las siguientes palabras comunes unos versos verdaderos: águila, bruma, cinturón, viña, pan, piedra, párpado, etc.” El resultado poético será el siguiente:

Águila sideral, viña de bruma,
bastión perdido, cimitarra ciega,
cinturón estrellado, pan solemne,
escala torrencial, párpado inmenso (...)
Témpano entre las ráfagas labrado.
Madrépora del tiempo sumergido.
Muralla por los dedos suavizada.
Techumbre por las plumas combatida.
Ramos de espejo, bases de tormenta.
Tronos volcados por la enredadera.

O cabría un segundo ejercicio, ante un poema como “El gran océano”, también de Neruda, y también de su Canto general: “Describa cómo puede nacer nuestro planeta con estas pocas palabras; estrellas, tierra, mar, gota, hora, distancia”. El resultado poético será el siguiente:

Cuando se transmutaron las estrellas
en tierra y en metal, cuando apagaron
la energía y volcada fue la copa
de auroras y carbones, sumergida
la hoguera en sus moradas,
el mar cayó como una gota ardiente
de distancia en distancia, de hora en hora…

¿De qué nos está hablando el poeta? Si no tuviéramos los títulos de ambos poemas no lo sabríamos, y sin embargo, sabemos que en esos versos, más allá del tema, hay intensidad, hay poesía; es decir, con palabras viejas se nos ha expresado un mensaje y un lenguaje nuevos.

Pero este mensaje, esta intensidad y fulgor previos que revelan el microcosmo del poema puede ser también mucho más simple, pero no por ello menos turbador. El poeta ahora trabaja con pocas y muy simples palabras, pero ¿por qué nos turban, por qué misteriosa razón late en ellas la poesía? Así por ejemplo cuando en un solo verso escribe Giorgos Seferis:

Amor: serena morada del hombre.

O cuando nos dice Antonio Machado en uno de sus versos cargados de simbología:

Álamos del amor cerca del agua
que corre y pasa y sueña.

O cuando este mismo poeta se ciñe a hacerse una pregunta, una sola pregunta extremadamente fácil, extremadamente simple:

¿Tienen ya ruiseñores las riberas?

O cuando Jorge Guillén, en una maravillosa síntesis de lo concreto y de lo absoluto, afirma:

En torno de la almohada ronda el orbe.

O este mismo autor nos dice de una manera aún más sutil:

Oh luz sobre el monte densa.

Podríamos pensar, a simple vista, que el poeta está haciendo con sólo cuatro palabras una fotografía de un aspecto de la realidad que sus ojos ven, pero sabemos que hay algo más en estos breves textos, que su lenguaje —por no sabemos qué metamorfosis—, tiene la calidad de lenguaje poético, de palabra nueva. El poeta ha logrado metamorfosear con ellas la realidad, trascenderla, no para ignorarla —como cree a la ligera el fácil poeta “testimonial”—, sino para ofrecérnosla con sabiduría y con afán de perennidad.

Decíamos atrás que el poema se distingue también porque en su lenguaje hay un cierto grado de pureza. Ya lo hemos visto muy bien en algunos de estos versos que acabamos de citar. Con ello nos referimos a dos cosas: a que lo que se dice hay que decirlo de una manera esencial y a que la poesía exige una clara originalidad. Porque la poesía se distingue también por ser un mensaje esencial. Quizá, por ello, cuando entre los humanos no sirven los lenguajes al uso —el periodístico, el político, la crónica—, cuando no sirven las palabras “normales”, el ser humano acaba echando mano de la cita de un poeta o de un versículo bíblico. En esos momentos de un discurso grandilocuente, o cuando nos faltan las razones comunes, parece como si los versos —a veces, como hemos visto, sólo un verso—, bastarán para dar solidez a nuestra expresión, para dar con la verdad que las demás palabras prosaicas no suelen darnos.

El lenguaje poético exige también una clara originalidad. Ese fulgor o esa intensidad expresiva de que hablábamos, deben de ser nuevos, porque no valen las repeticiones. No hay, por tanto, imitación más burda que la poética. De aquí también la dificultad que ofrecen los grandes poetas para ser imitados: es muy difícil asumir la influencia de un Jorge Manrique, o de un Góngora o de un García Lorca —por citar tres nombres al azar—, sin que el nuevo texto no arrastre burdamente la influencia de estos autores. Esta dificultad de aprender en los grandes autores, sin parafrasearlos o repetirlos, es otra de las pruebas a las que se ve sometida la poesía verdadera. Insisto: el lenguaje en el poema tiene que ser nuevo, si no, el poema no será tal poema.

Pero el lenguaje poético se distingue, sobre todo, del que no lo es —el poema verdadero del poema falso— por su ritmo. Ésta, diría yo, que es la condición imprescindible del verso, del microcosmo poético: a un verso lo podemos desproveer de su rima y medida, de su mensaje y de sus imágenes, pero no podemos quitarle su ritmo, su música. Es la condición, en concreto, por la que un verso libre puede ser verdaderamente verso y verdaderamente libre: porque tiene ritmo. Y aquí es donde tenemos que desechar de nuevo todos aquellos versos libres que sólo lo son en apariencia. Para esos poetas que encontraron en el verso libre la panacea, escribió Antonio Machado esta estrofa que todos ustedes recordarán:

Verso libre, verso libre,
líbrate mejor del verso
cuando te esclavice.

El verso acaba siendo una obsesión para el poeta que pretende engañarnos. O acaso, en realidad, no lo sea en absoluto. De aquí el consejo machadiano de que el poeta no verdadero busque, por otros caminos, lo que el mal verso no le puede dar, librándose así cómodamente de la esclavitud que supone dar con lo que el propio Machado reconoció como “palabra en el tiempo”; es decir, con la palabra no sólo de hoy, sino a la vez con la palabra de ayer y de siempre, con otra vez la palabra nueva.

Aquí nos hemos topado con otra de las características que, a mi entender, distingue al lenguaje poético de los demás mensajes: el de su gran intemporalidad, el de su gran universalidad. No quiero decir con ello que el poeta no deba tratar con sus versos lo más local y lo más inmediato —los temas de más viva actualidad—, pero seguramente para expresar temas y problemas de hoy existan otros géneros y medios —el artículo, el ensayo, el cine, la fotografía—, que nos puedan ofrecer mejor y con una mayor fidelidad un testimonio de lo instantáneo, de lo transitorio.

Pero parece ser que, en esencia, el lenguaje poético habla no para el hoy, sino como hemos dicho, para el ayer y para el mañana. Volvemos a recordar aquí la viveza y la actualidad de las preguntas que se hizo Jorge Manrique hace ya varios siglos, con su lenguaje sobrio y desnudo. Maravilloso ejemplo Manrique de poeta que piensa. Lenguaje el suyo de una extremada simplicidad, pero ¿por qué lenguaje poético?

Porque nos conmueve, porque es intenso, porque es puro, porque tiene ritmo. Quizá por todo ello a la vez. Y también, por recordar los versos de Unamuno porque, por encima de todo, en su poesía se “piensa el sentimiento, se siente el pensamiento”.

Hay también, para mí, otra condición que distingue al lenguaje poético, al lenguaje nuevo; es otro de los dones preciosos que posee la poesía verdadera y que, acaso por ello, en momentos de crisis o en momentos en los que los otros lenguajes ya no nos sirven, acudimos a la poesía. Se trata de algo que acabamos de recordar al hablar de la poesía de Manrique: con el lenguaje poético, el poeta siente y piensa a la vez, logrando un equilibrio de la expresión maravilloso y raro. De esta manera, el poema ideal sería aquel que nos ofrece el sentir y el pensar en las proporciones adecuadas, como reclamaba Unamuno en su Credo poético y reconfirmaba en algunas de sus ideas como cuando escribe en una de sus cartas: “Yo no siento la filosofía sino poéticamente, ni la poesía sino filosóficamente” [M. de Unamuno, Carta a Jiménez Ilundáin, 1899], porque, añade en otro lugar, “esto es unidad” [M. de Unamuno, Carta a Zorrilla de San Martín, 1906].

Esta idea unamuniana de buscar la unidad en la poesía nos llevaría a tratar temas de contenido poético y a irnos por otros derroteros en los que ahora no deseo entrar. Sí me interesa subrayar esa presencia del pensar la poesía por parte de los poetas —sobre todo en la segunda fase de sus vidas—, presencia que nos hace decir que, en la obra poética verdadera, además de un mensaje poético se nos ofrece una filosofía de la vida.Y aquí tendríamos que tener un recuerdo especial para lo que María Zambrano reconocía como la “razón poética”, que ella estableció frente a la “razón histórica” de su maestro Ortega.

Este proceso o marcha del sentir hacia el pensar es propio de los grandes poetas y en Antonio Machado se nos ofrece uno de los casos más llamativos. Lo que sucede con la obra poética de Machado no es que denote en su última etapa, en su interés por determinados temas, las maneras de un filósofo frustrado, sino que esa marcha del sentir al pensar es, con los años, algo natural en él, algo consustancial al poetizar. Sí, en sus ensayos Machado piensa más que siente, pero disponemos también de esa etapa poética final que da un mayor protagonismo al pensamiento. A veces, en ella, el poema se hace puro aforismo, decantación de verdades de siempre —del Eclesiastés a Jorge Manrique, de Teresa de Ávila a los maestros institucionistas—, pero expresado todo ello con palabra nueva.

Algo parecido sucede en algunos poetas románticos europeos. Estoy pensando en Hölderlin y, sobre todo, en Leopardi. En este último, el lenguaje poético pasa en los Canti, su obra poética central, de la retórica neoclasicista e historicista, de mitos y saberes clásicos, a la pura poesía en los poemas centrales del libro, y de aquí a ese sentir y pensar en los límites de sus últimos años, del que son expresión poemas como el “Canto notturno di un pastore errante dell´Asia”, “La ginestra o il fiore del deserto” y, sobre todo, de una manera mucho más desnuda, en el poema “Amore e morte”.

En estos poemas, el poeta siente y piensa en igual medida, con lo que el poetizar adquiere su máxima expresión. En estos casos el lenguaje poético viene caracterizado por su sencillez, por su transparencia, por la total ausencia de artificio. Cuando al final de su vida Leopardi retorne a lo testimonial, a la crónica social, a lo provisional de la Historia en sus Paralipómeni, habrá vuelto a extraviar su camino poético. Este extravío poético va unido a su extravío vital, a los últimos meses de su vida, al derrumbe de la misma.

Esta parece ser otra de las condiciones del lenguaje poético de madurez; además de sentir y de pensar en igual medida, a medida que avanza en años el poeta va adelgazando su lenguaje, lo simplifica, lo reduce. (O cuando no lo hace, como Leopardi en sus Paralipómeni, se equivoca.) Es como si ya las palabras al uso no le sirvieran, y se viera obligado a utilizar sólo éstas como símbolos. La emoción, la intensidad y la pureza que le comenzamos exigiendo al lenguaje poético, deben expresarse ahora de manera más sobria, más sintética.

Por ello, también solemos decir que todo lenguaje poético no es, en esencia, sino una marcha hacia el silencio, un regreso a aquella página en blanco que tanto nos fatigaba en nuestra adolescencia. Nada tiene que ver este silencio de la madurez creadora con lo que, a veces a la ligera, entendemos en nuestros días por “poéticas del silencio”. Valoramos lo que esta expresión puede significar en el lenguaje de Guillén o Valente, pero no lo podemos aceptar en autores que utilizan esta expresión de manera fácil y mimética.

Porque, de la misma manera que hay autores que hallan la panacea poética en el verso libre, también los hay que en el fácil recurso del “silencio poético” encuentran todas las facilidades para su poetizar. En este caso, el silencio sólo suele ser sinónimo de impotencia creadora. El poeta es breve y dice poco no sólo porque su lenguaje —el poético— debe ser el resumen de muchas cosas, de una madurez creadora y vital, sino también porque al final no sabe, o no puede, o no quiere decir.

Aprovecho también para recordar aquí otra socorrida expresión: la de “poesía de la experiencia”; expresión fundamentada en el caso de poetas valiosos, pero puro cliché reiterativo en los miméticos, porque como ya nos recordó José Hierro, en esencia, toda poesía es de la experiencia, pues ¿qué poeta no basa sus poemas, de una u otra manera, en la realidad vivida, en la experiencia vital, en la consciencia de ser? Algo parecido sucede con la otra expresión que se ha contrapuesto a ésta: “poesía de la diferencia”.Ya dije atrás que todo poeta que se precie de aportar una voz nueva, debe diferenciarse, debe aportar un lenguaje nuevo. Le van mal tópicos y clichés a la verdadera creación; también los premeditados afanes generacionales, pues la idea de generación está fundamentada cuando tiene un sentido didáctico, cuando está sustentada en valores firmes, y no en la simple oportunidad o argucia de los ruidosos grupos literarios.

Pero volvamos, para ir terminado, a los consejos del maestro, a los consejos de Aleixandre. Yo no sé si, en la actualidad, reconocemos esta figura del maestro: la persona que conoce y revela las claves de un oficio. Hoy la creación literaria ha dejado de ser un “fruto” para ser un “producto”, un proceso no de dentro a fuera sino de fuera a dentro, y que se halla sometida a factores externos muy fuertes: mercantilismo, medios de comunicación, crítica manipulada, premios, grupos, etc.

Una de las cosas que nos aportaba el maestro era su recomendación de lecturas. No bastaba con dar con aquel primer verso que nos llevaba a escribir el poema; éste tenía que ser poema nuevo, no debía ser repetición de formas neoclásicas o contemporáneas ya expresadas. Y ese fundamento de la propia voz no se podía dar sino a través del conocimiento que nos proporcionan determinadas lecturas, entre ellas las de los clásicos.

Lo clásico, que, en modo alguno, es lo caduco, lo viejo, lo esclerotizado, sino, sobre todo y ante todo, un canon en el tiempo; un canon fértil de verdad y de belleza en el que no dejamos de aprender; ese canon clásico es, otra vez, la “palabra en el tiempo” machadiana, la palabra que no pasa. Este protagonismo de las lecturas en la formación del lenguaje poético nuevo nos lleva también a pensar que, en igual proporción, el poeta nace y se hace, posee unas condiciones naturales previas, pero a la vez nada serían estas condiciones —ese primer verso que se nos regala—, sin la formación lectora. Así que el poeta encontrará su voz personal después de haber recorrido un largo camino de lecturas.

A partir de ese primer verso que se nos dicta o regala, ¿qué sucede con los demás versos en el poema? Hemos dicho que el poema tiene que poseer una intensidad, un “voltaje”. ¿De dónde procede éste? A mi entender de una gradación que se da en los sucesivos versos del poema; gradación ascendente en cada estrofa o descendente hasta llegar al último de los versos. En el poema no sólo se nos cuenta una especie de historia que debe tener un final acertado, sino que esa intensidad de cada verso tiene que tener un desenlace no menos intenso. De ahí la importancia en cada poema de los últimos o del último verso.

Cuando Leopardi está cerrando su poema “L´Infinito” con el verso:

e il naufragar m´è dolce in questo mare
(“y naufragar en este mar me es dulce”)

está dándole al poema el cierre intenso y abstracto que el lenguaje poético requiere. Muchas veces, en ese verso final, el 28 poeta debe aportar una razón poderosa; o debe buscar, por los caminos de la abstracción o del simbolismo, los significados más altos. Así, por ejemplo, cuando Machado cierra uno de sus sonetos con el verso:

el muro blanco y el ciprés erguido

Todo es llano y simple en este verso. En él, el poeta sólo acude a los símbolos —el muro, el ciprés— para cerrar un poema y un discurso que se le acaba con los catorce versos del soneto.

Hay, en fin, una serie de reglas consustanciales al poetizar que hoy los poetas suelen echar en olvido: no sólo las primordiales del ritmo, o las clásicas de la rima, sino imágenes y metáforas, etc. Sin embargo, no debemos dejar que, en todos los casos, esta serie de recursos externos ahoguen al poema. En este sentido, les recuerdo otra frase de Pound que él nos recomendaba a la hora de seleccionar lecturas, pero que a nosotros también nos sirve para el acto de poetizar con fundamento: il museo non deve soffocare la scienza (“el museo no debe sofocar la ciencia”). Normas y reglas no deben encorsetar excesivamente el poema.

Porque, a veces, el poeta prefiere darle protagonismo al contenido y no a la forma, a lo que quiere decir y no a cómo lo quiere decir; prefiere dejar fluir aquella voz personal y escondida de la que comenzamos hablando. Para ello, dejará, si es necesario, de acentuar rigurosamente un endecasílabo o 29 será flexible no haciendo la sinalefa en un alejandrino, le quitará brillantez a una imagen o acortará o alargará un verso o un poema. Reducirá, incluso, un libro a la mitad de su extensión, como el propio Ezra Pound hizo con el primer original de La tierra baldía de Eliot. Es, otra vez, la libertad del crear, pero bien entendida y siempre sometida al rigor.




De las Conferencias sobre poética y poesía de la Fundación March. Allí se puede escuchar la audición sonora de la conferencia, así como el texto de presentación y la selección de poemas.

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Proyecto de Edición Libro de notas

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Datos Bio-bibliográficos

Antonio Colinas

(León, España, 1946)

Bibliografía escogida:
Poesía, l967-l980, Visor, Madrid, l982.
Libro de la mansedumbre, Tusquets, Barcelona, 1997.
El río de sombra. Treinta años de poesía, l967-l997, Visor, Madrid, 1999.

Enlaces:
Biobibliografía, poemas

Otras artes poéticas del autor:

Más información en la wikipedia: Antonio Colinas

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