s.XX - Post-vanguardias - Ana Nuño: Notas para una introducción, 2002
Se ha meditado mucho sobre la poesía, los poetas, el poema, pero tengo la impresión de que se evita hacer lo propio con ese objeto que es el libro de poemas o, de poesía o el poemario. Y tengo para mí que esto sucede porque damos por sentado que el modo de transmisión de la poesía es insignificante o indistinto.
Suponemos que el poema será siempre el mismo, nos llegue impreso en un libro, oído en una lectura de poesía o grabado en una cinta magnética. En esto, como en otras cosas de las que apenas somos conscientes, Platón le ganó la partida al Estagirita: nos ciega la idea de la idea. Otro tanto sucede con los mal llamados géneros poéticos: como hace tiempo dejó de importarnos si este poema es épico o aquel otro dramático, la poesía épica, la dramática y otras cuantas más han dejado llanamente de existir. (Y tampoco es de lamentar.)
Hoy tenemos una forma omnímoda, reducida a su genus: la poesía. Una forma, es decir, platónicamente hablando, una idea.
El Verbo es puro, pero la carne… ya sabemos qué pasa con la carne. La poética ha sido muy rubensiana y proclive a la desvergüenza y el grosor. Aunque ya podemos dormir tranquilos: desde hace más o menos un siglo la poesía ha sufrido una radical transformación. La rima, la versificación, las formas fijas tienen hoy unos cuantos kilos de menos, el corsé de ballenas de la bisabuela lo hemos consignado, con las crinolinas y los encajes, al gran baúl polvoriento del desván.
Los poetas que han puesto bajo sospecha la palabra poética desde la soberbia desnuda de la idea de la idea bien podrían llamarse metapoetas, y —aunque sea ilegítimo suponerles una filiación con aquellos poetas que Platón reprueba en la República— no es difícil comprender por qué el filósofo decidió expulsarlos de su ciudad ideal.
En cuanto a la indistinción, es este un terreno en el que la poesía no se halla sola. Todos los géneros literarios viven actualmente en un estado de doble indiferenciación. Por un lado, todos son uniformemente literatura. Esta advenediza, en apenas el par de siglos transcurridos desde que se infiltró en el diccionario, ha logrado borrar las fronteras entre tragedia y comedia, poesía y prosa, novela y relato. Todo esto y más pues hasta literatura oral hay es literatura. Por otro lado, la indistinción tiene raíces ególatras: el ser de la poesía, como el de cualquier otro género literario, se confunde con el de su creador. Detrás de cada poema, novela o pieza de teatro se perfila la personalidad de su autor. En otras palabras, la poesía ha dejado de ser el espacio privilegiado de la memoria compartida para convertirse en el síntoma de una ficción: la personalidad.
El gran aporte del Romanticismo y de todos los ismos posteriores es la falacia de la subjetividad poética. Al trasladar el centro de gravedad del poema al poeta, al pasar del género al individuo, lo que organiza el poema y lo hace visible es un conjunto de síntomas: temas recurrentes, imágenes privilegiadas, tics de lenguaje.
Paralelamente al de la personalidad, hemos prodigado el culto idólatra a la originalidad. Si un poeta no es original no es nada. Y original quiere decir: sorprendente, novedoso, que diga cosas nunca oídas, que prodigue imágenes que no nos resulten familiares. Del poeta, como de los psiquiatras, esperamos un electroshock. Tras la poderosa descarga, la placentera nada.
El Romanticismo fue el momento, el terrible momento, en que el Gran Narcisismo de Occidente invadió la poesía. De la noche a la mañana, impuso una figura que es el gesto de Narciso, pero del que ha desaparecido el riesgo de la muerte y transfiguración en el estanque: la efusión de un yo desbordante, la eyaculación del ego.
(No se crea que esgrimo aquí la vieja espada oxidada de la Intentional Fallacy, cara al New Criticism, tan propio de los asépticos protestantes. Un poema debe ser siempre intensamente personal, pero ello no equivale a suponer que la personalidad de su autor se convierta en su coartada.)
Desde que el Romanticismo nos impuso el camelo de la efusión, la inteligencia mantiene relaciones dudosas con la poesía. Estos dos polos —el polo de la efusión y el de la inteligencia— han dado origen a dos formas opuestas, irreconciliables de concebir el acto poético: confesión y análisis, cordialidad y cerebralidad. La primera, la más frecuentada, entronca con el Baudelaire del Soleen y, claro está, el Whitman de Leaves of Grass. En manos poco expertas, esta tradición nos vale toda esa tinta que, en hipos tipográficos mal llamados versos libres, pretende ser la articulación de un grito, un sollozo, un lamento o bien un momento de éxtasis, asombro, entusiasmo, y que llena, así, a ojo, las dos terceras partes de las secciones de poesía en las librerías. En cuanto al acercamiento cerebral y analítico, conviene recordar que Mallarmé, su más reciente padre, fue a la vez un extraordinario artesano de formas fijas (mencionaré sólo el llamado &lquo;soneto en x») y un practicante asiduo del Gefühl romántico, que para él, no sin razón, encarnaba en el gran Poe. Y conviene recordarlo porque a veces da la impresión de que sus hijos lo han olvidado.
Por qué no reivindicar para el poeta la fidelidad al étimo del que procede su nombre. El poeta hace (a veces, para poder hacer, lo deshace todo, como hizo Whitman).
El poeta no es una boca de sombra (o de luz) que en la oscuridad (o en pleno día) pronuncia incomprensibles oráculos (o banalidades urbanas). Hace con lo que tiene a la mano, y lo que tiene a la mano no es sólo una lengua, es también un lenguaje. Un lenguaje de formas.
«Las formas» siempre han estado ahí, desde el comienzo (a decir verdad, son el comienzo): el metro y las fórmulas epitéticas desde Homero, la concisión lírica desde Safo, el poema en prosa en un anónimo epitafio o una página de Tucídides.
En cuanto un poeta reivindica para su arte la dimensión artesana, inmediatamente se le tacha de retórico o manipulador o meramente habilidoso. Secuelas del endiosamiento romántico con el llamado genio poético. Atraso bochornoso: pensamos todavía con las categorías acuñadas por Lombroso. Como el criminal, el poeta nace, no se hace, y no concebimos poesía que no surja de alguna inconfesable transgresión.
Quien escribe estas líneas recibió un día con estupor las confidencias de un renombrado poeta francés, de regreso de un viaje a la Unión Soviética —a lo que entonces era la Unión Soviética—. El poeta se quejaba amargamente de lo difícil que le resultaba seleccionar un número suficientemente representativo de poetas rusos para una antología en francés que corría a su cargo. El problema, decía, el escollo casi insuperable era esa manía que tienen los rusos… ¡de versificar! Claro, agregaba, como para ellos Pushkin es el gran poeta nacional… De aquí en adelante todo fueron burlas para los atávicos eslavos, esclavos de viejas formas anquilosadas —el soneto, la balada, la elegía—, devotos de esa antigualla que es la rima y aún empeñados, como niños que para contar despliegan uno tras otro los deditos, en escandir sus versos. ¡Intraducibles! Fue su dictamen. Intraducibles, ojo, nada más y menos que Blok, Pasternak, Mandelstam, Tsvietáieva, Ajmátova —la gran Ajrnatova—, Brodski.
Se puede escribir poesía prosaica, incluso poesía «urbana» —entiendo «urbana» de «urbanidad», no de nuestras infernales ciudades—, sin por ello renunciar a las formas estróficas y la prosodia clásica, como demuestra brillantemente Raymond Queneau en Courir les rues.
Valga lo que precede de advertencia: en este poemario no encontrará el lector la enésima exaltación del ego de un poeta, sino una invitación a un paseo, a un deambular sin prisas, abierto y plural, por una de esas formas poéticas que, a pesar del olvido voluntario de nuestros contemporáneos, insiste en mantenerse viva: la sextina.
La historia de la sextina, de su nacimiento, su improbable transmisión, su casi milagroso resurgimiento en nuestro siglo, ofrece una prueba evidente de que el ser de la poesía no se confunde con la autenticidad, el entusiasmo o la originalidad de tal o cual poeta. Si la palabra no estuviera tan contaminada para nosotros, podría hablarse de trascendencia: la poesía está más allá de este poeta, más allá de aquel poema, es una suerte de memoria que cada poeta, cada poema intentan y a veces logran convocar.
Al creador de la sextina lo llamó Dante, por boca de Guido Guinizzelli, «miglior fabbro del parlar materno», y lo puso a «afinarse» en el fuego del Purgatorio. Este aparente castigo era en realidad un estupendo elogio: recordemos que al florentino, Eros beatriciano aparte, no se le daba bien el aplauso, y que incluso condenó a su maestro Brunetto Latini, por su excesiva afición a los efebos, al Infierno.
&lquo;Poi s’ascose nel foco che li afina»: el eco rueda hasta Eliot. De Arnaut Daniel sabemos apenas que era trovador, sin duda el más brillante ejecutor del trobar ric, que a lo mejor nació en Ribérac, en la actual Dordoña; que era de origen social poco elevado; que su afición al juego le condenó a vivir casi siempre arruinado; que en la última década del siglo XII tenía fama de poeta incomprensible. Nos han llegado sólo veinte poemas suyos; cada uno es una joya de inventiva, pero una joya negra que brilla sólo en la oscuridad. En esto, como en casi todo, fue un escritor de su tiempo, y es fácil imaginar que el mallorquín Ramón Llull pensaba en él cuando escribió, en su Llibre de Meravelles, que «hon pus escura es la semblanza, pus altament entén Fenteniment qui aquella semblang entén».
Arnaut Daniel escribió una sextina y sólo una. Después de él, de Dante y Petrarca a Ungaretti y Louis Zukoisky, se habrán escrito centenares. No creo que pueda citarse otro ejemplo de difusión generalizada de una forma a partir de tan parco precedente. Después de todo, Homero &mdas;o, como dice Borges, los griegos que fueron Homero— tuvo que escribir veinticuatro cantos de la Mada para que cobrara cuerpo la épica.
Como mecanismo combinatorio, la sextina es una forma fácilmente inteligible y a la vez apremiante, imperiosa. Requiere de quien la maneja flexibilidad y rigor, inventiva y contención. Formalmente, son seis estrofas, o coblas, de seis versos rematadas por una estrofa, llamada contera, de tres. Las coblas son, utilizando el término provenzal adecuado, capcaudadas, es decir que la rima M primer verso retorna la del último verso de la es trofa anterior. Este recurso memorístico es frecuente en la poesía de los trovadores, que cantaban de memoria sus composiciones o las daban a interpretar. Ahora bien, la rima en la sextina no es una o dos sílabas sino la palabra entera que cierra cada verso.
Antes de Arnaut Daniel, Raimbaut d’Aurenga había escrito una canción, la perfecta «Er resplan la flors en versa», en que las palabras sustituyen a las rimas siguiendo un esquema fijo: todos los versos de las estrofas impares acaban con las mismas palabras dispuestas en el mismo orden, y los de las pares con otro conjunto de palabras sometido al mismo principio. La sextina nace del cruce de estas dos mnemotecnias (cobla capcaudada y palabrarima), pero añade otro principio que da cuenta de la singularidad de la forma: el regreso de cada palabras-rima siguiendo un esquema tal que las posibilidades combinatorias del poema quedan agotadas en seis estrofas. En la tornada, cada verso ha de acoger dos palabras-rima, una dentro, otra en posición terminal.
Las interpretaciones que ha inspirado este complejo mecanismo son de muy diversa índole, inspiradas en toda suerte de fuentes, desde la Cábala y las Matemáticas hasta comentarios de Platón. Una de las más ingeniosas es la que propone Paolo Canettieri y que retoma el gran Martín de Riquer en su reciente edición crítica de la obra de Arnaut Daniel. La afición de este trovador al juego de dados está suficientemente documentada. Un dado, es decir un cubo, presenta seis caras, unidas entre re sí dos a dos por paralelismo; la sextina vendría a ser metáfora formal de la combinatoria de un juego de dados.
Yo no sé si un golpe de dados abole o no el azar, pero que Sí puede hacer es exhibir su rigurosa arquitectura.
Personalmente, a la de Canettieri Riquer, prefiero la visión de la sextina que ofrece Pierre Lartígué: no un dado, sino la espiral de un caracol, si se quiere un Nautilus (resulta que el capitán Nemo fue, sin saberlo, un sextinómano). Basta con dibujar un caracol para comprender enseguida cómo se distribuyen las palabras rima de una estrofa a otra:
Como dice Jacques Roubaud, basta con dibujar seis hermosos caracoles para escribir una sextina.
El lector habrá comprendido que la sextina es una forma compleja. También conviene que sepa que ha servido y sirve para evocar las más diversas cosas y estados de ánimo, desde el amoroso erótico de «Lo ferm voler» de Arnaut Daniel hasta el levemente irónico de las sextinas de Elizabeth Bishop, pasando por el social militante en la de Jaime Gil de Biedina. Un solo territorio parece vedado a esta forma: el intimismo lírico. La senda estrecha que trazan las palabras rima y las dimensiones del poema (en una sextina caben casi tres sonetos) imponen así sea una mínima dosis de narración, y tienden a hacer de cada sextina una articulación de momentos, de estaciones. Razón por la cual es casi imposible componer un poemario de sextinas unitario, uno de esos poemarios, hijos del Rornanticismo que nos ofrecen la ilusión de un centro único del que emana la visión o la voz poética, destinada a ser una y coherente de principio a fin.
Casi imposible: conozco una sola excepción, la del poemario Éxtasis (cuasi anagrama de sextina) del poeta y pintor canario Manuel Padorno. Las mismas imágenes, las mismas palabras —la gaviota de luz, el árbol de luz, el mar, la carretera que baja al mar, el afuera, el arriba— regresan en cada sextina. El efecto, como el del éxtasis, es devastador: la forma se desdibuja y, una vez cerrado el poemario, sólo queda un puñado de imágenes. En este sentido, su conjunto de sextinas se opone rigurosamente al Viatge per la sextina, de Joan Brossa, cuyo centro de gravedad no es la voz del poeta sino los imperativos de la propia forma.
Este es un poemario, de más está decirlo, ajeno a la convención que rige este formato actualmente. No sólo no he buscado escribir un conjunto de sextinas unitario, coherente centrado —que cada quien escoja la suya, la que más le guste, sin miedo a violar el conjunto—, sino que he querido convocar el espacio de la memoria que es el propio de esta forma poética reuniendo una mínima pero representativa antología de sextinas, escritas en un amplio periodo, que abarca desde finales del siglo XII hasta los más recientes años noventa. Las traducciones, cuando las hay, son mías. Confieso que me he dejado en el tintero unas pocas que también hubiesen podido figurar aquí: las dos sextinas que escribe sir Philip Sidney en The Countess of Pembroke’s Arcadia, «A Miracle for Breakfast» de Elizabeth Bishop, laquo;Mantis» de Zukofsky, «Altaforte» de Pound. Aunque de esta última pienso, como pensaba Gil de Biedrna, que «suena a falso Robert Browning y convence poco». Así como tampoco he reproducido una de las primeras sextinas escritas en español —en la Diana de Jorge de Montemayor—, ya por razones, quizá poco objetivas pero inapelables, de gusto y preferencias personales.
Una última redundancia: este no es el poemario de fulana de tal, sino las huellas que van dejando a su paso los miembros de una cofradía casi oculta que, a través de los siglos, han empleado un mismo código para significar su común amor hacia una forma, y su diverso modo de hacer ese amor evidente.
Datos Bio-bibliográficos
Ana Nuño
(Caracas, 1957)
Bibliografía escogida:
Las voces encontradas, Dador, Málaga, 1989.
Sextinario, Tierra de gracia, Caracas, 1999.
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