s.XX - Últimas tendencias - Santiago Montobbio: Europa: un café nunca está lejos, 1999
Señoras, señores:
Sólo empezar a hablar, y tras darles las gracias de manera adelantada por su atención, quiero decirles que tengo el gusto de hacerlo en el lugar que más me puede hacer recordar aquel leit—motiv que Yorgos Seferis reitera en mayúsculas pequeñas a lo largo de uno de sus poemas: “THIS IS THE PLACE, GENTLEMEN¡” Pero puede parecer o hasta quizá ser un golpe de efecto, y les pido por ello que lo olviden. Porque, aunque sea cierto, hay algo que aún es más verdad. Esto es que Europa no es nada, o —lo que es lo mismo— Europa es estar siempre en casa.
“El niño es el padre del hombre”, asegura el verso inglés, y podría recordarse en relación al título que he puesto a estas palabras. “Un café nunca está lejos” es una frase de Mariano José de Larra, Fígaro, quien además de no decirles a ustedes nada y haber muerto, como buen romántico, descargando una pistola ante un espejo, es el padre del costumbrismo español, y sus títulos y artículos —como el “Vuelva usted mañana” con que define el funcionamiento de esa enfermedad del estado, la Administración— forman parte o son ya España misma. La frase la pone como epígrafe de uno de sus poemas Jorge Guillén, el mayor en edad (y quizá el mejor, según Borges) de los poetas de la generación del 27. Jorgue Guillén empieza a escribir poesía muy mayor, a los 25 años, y lo hace en París, mientras es lector de español. Cuenta que piensa así su atrevimiento: “¿poeta, tú, como Homero, como Horacio?”. Y aquí y así empieza una obra que va creciendo con igual título: “Aire Nuestro”. Yo leo, a los catorce años, una antología preparada por Philip W. Silver, “Mientras el aire es nuestro”. Les hablo de memoria. Quizá no entiendo sus poemas, pero me gustan, y tengo la mayor consideración por sus temores y pensamientos. En Barcelona y no en París empiezo a juntar palabras con igual o mayor temor. Pero también con la convicción de amor que el cumplimiento de un destino exige. Dos años después tengo la insensatez y la paciencia de escribir tres trabajos extensos sobre estas materias: la filosofía en la poesía de Jorge Guillén, ciclos temáticos en las odas y en los épodos de Horacio y la generación de poetas neogriegos de 1930, que corresponde en España a la de 1927. Soy Europa también yo a esos dieciséis años escribiendo —porque me aburro o no tengo peor que hacer— de modo espontáneo poemas de los que ni me acuerdo ni quiero dejar de acordarme en griego clásico. Kérix de niktós: heraldo de la noche. Europa es esta casa, y, como es la que tenemos, no se nos ocurriría —al menos por mi parte— darle ninguna importancia.
Europa es el aire nuestro. Europa es Luis Cernuda yéndose de lector a Toulouse a la misma edad que Guillén después de que se le hayan caído las alas del corazón por la injusta acogida de su primer libro, y es su hastío al encontrarse con una ciudad tan espantosamente provinciana como la Sevilla de la que huía y la Semana Santa que logra, por fin, pasar en París dichoso y libre, con la esperanza de ver el Louvre. Exclama: “qué deseo sentía de quedarme indefinidamente”. Son las palabras amargas que escribe desde Toulouse (“y si aún pudiera esperar algo, sólo sería morir allí donde no hubiese penetrado aún esta grotesca civilización que envanece a los hombres”), y el recuerdo del surrealismo (“una corriente espiritual en la juventud de una época, ante la cual yo no pude, ni quise, permanecer indiferente”), que transforma su poesía y nos da aquellos versos “Quizá mis lentos ojos no verán más el sur/ De ligeros paisajes dormidos en el aire”, y estos otros: “No es el amor quien muere. Somos nosotros mismos”. Es el juicio que dedica a Aleixandre —“con él el surrealismo alcanza lo que no tuvo en su tierra de origen: un gran poeta”— y la calificación que merece que yo añada, al decírselo en diciembre a los compañeros de ARLE, que Aleixandre y Cernuda eran muy amigos. Soy yo diciéndoles “a los pobres y a los muertos se les puede bombardear” para dar razón del incomprensible hecho de que uno de los mayores puertos del Mediterraneo tenga como fachada marítima, en vez de la zona alta de la ciudad, el cementerio, un barrio de pescadores y muchas fábricas. Añado, con una dureza que no me gusta ni acostumbro pero que considero necesaria: “para humillar a Barcelona”. Europa somos nosotros ese día. Es el título visionario —“Las islas invitadas”— que da a su poesía aquella golondrina vertical —como le llamó Juan Ramón Jiménez— que llevó por nombre Manuel Altolaguirre, y que completa y hace más posible a San Juan de la Cruz. Es “El caballo griego” que pone por nombre a sus memorias y el hecho inconcebible de que estuvieran hasta hace nada inéditas. Allí, aunque no conste, como relató en otra parte, que lo que le dijo Ortega y Gasset la primera vez que lo vio en la REVISTA DE OCCIDENTE es que su padre era muy guapo, hay un juicio espléndido: “ Aún no he llegado a ser un buen lector de mi poesía. Aún no he logrado sentir todo lo que espero haber dicho”. No ocultaré que, además de parecerme espléndido, lo comparto. Espero algún día tener el interés bastante por lo que de modo inevitable he escrito, y que tenga para conmigo igual decurso. Tambien yo espero llegar a ser un buen lector de mi poesía, y sentir así entonces cosas en lo que he dicho.Europa es Manuel Altolaguirre y el “1616” que puso, en memoria del año en que murieron Cervantes y Shakespeare, a la revista que hacía en Inglaterra. Es su amigo Luis Cernuda y el “À mon seule désire” que abre su poesía. Es el poema (“eras tierno deseo, nube insinuante”) que dedicó al niño que a Manuel se le murió de muerte blanca, el poema también de igual motivo que yo no escribí por ya haberlo escrito él. Es Cernuda diciéndonos que Mozart es la música misma. Es el desinterés y el hastío por el que no trabajaron mucho de abogados Altolaguirre y Bergamín en el despacho del padre de este último, Ministro de Justicia; es la frase con que empieza “La música callada del toreo”, que afirma que es lo mejor que tiene, y el “sigo vivo porque no tengo donde caerme muerto“que declara al volver a España, quizá en cumplimiento de uno de sus lemas de juventud: ¿Adónde iré que no tiemble? Porque el arte, sí, es arte de temblar, de estremecerse de nuevo. Es la España peregrina que tantos años conformaron. Es la España que aparecen en Cernuda cuando está lejos de ella. Es el “España es un nombre. España no existe. España ha muerto” y el título griego —“Las nubes”— que da a esas construcciones, alimentadas de la lírica inglesa, con las que persigue a España. Es su “Mejor la destrucción, el fuego”, y el viejo y también griego “carácter es destino” con acaba su “Historial de un libro”. El “Dondequiera que viaje, Grecia me duele” de Seferis, y lo español que resulta. Son unas palabras verdaderas. Es el “has dicho siempre la verdad, no te detengas” que puede leerse en uno de mis poemas éticos confirmados, y el título que le da cobijo —“Acqua alle corde”— en recuerdo de las que dijo un viejo marino italiano y que lograron que se levantara el obelisco de la Plaza de San Pedro. Es también mi padre en esa plaza, antes de nacer yo.
He nombrado a Yorgos Seferis y a la Revista de Occidente. Allí publico, de modo casi surreal, por primera vez poemas, dentro de un número de homenaje a Gregorio Marañón. El libro que consigo también inverosímilmente publicar lleva por título “Hospital de Inocentes”. He escrito que es el nombre antiguo —y también más justo y más hermoso— que recibían los manicomios, a la vez que quise más ponerlo como emblema de una concepción de las palabras y las cosas, un talismán y un símbolo. Como sabemos todos, Marañón, en su libro sobre Toledo, donde no consta exactamente la expresión que empleé yo, intentó probar que El Greco tomó a los Inocentes como modelos de sus santos.
En 1964 Seferis viene a Barcelona para pronunciar una conferencia en la Universidad con motivo de la Exposición del Libro Antiguo. Dice al principio: “puedo afirmar que me rozó el “duende” de España. (…).Volviendo a mis recuerdos, creo que el principio de esta sensación se encuentra en mi cariño por el gran pintor de Toledo, el cretense Doménico Teotocópulos. (…) Ese es el dilema que debió crearme la atracción que España ejerce sobre mí. Me hizo pensar en similitudes y analogías entre vuestra patria y la mía; y eso creó en mi interior una sensación de familiaridad con todo lo vuestro”. Añade la frase de San Juan de la Cruz que lleva —como sabemos por otros de sus escritos— treinta años repitiéndose: “El que aprende los más finos detalles de un arte, avanza siempre en la oscuridad y no con su primer conocimiento, porque, si no lo deja atrás, nunca podrá liberarse de él”, y más de una vez califica de “frase maravillosa” Cernuda otra reflexión del mismo poeta: “un solo pensamiento vale más que el mundo” (y cito su calificación también a modo de emblema). Europa es Cernuda persiguiendo el recuerdo de Rilke por Sevilla, Seferis el del Greco y a través de él a España y un libro de un poeta español teniendo presente al pintor cretense. El interés con que este escritor lee, adolescente, la parte de las “Cartas boca arriba” de Odisseas Elytis en que habla de la generación poética española de 1927. Los dos versos de este autor —“Única cuita mi lengua en las arenas de Homero”— y la definición que un poeta catalán da de su idioma: “el latín que hablamos en estas costas”. Es el orgullo que escribe en su diario sentir Seferis al recibir una carta de Elytis desde el frente. Es la Roma segura que deja mi padre para incorporarse voluntario al suyo. Su equipaje de guerra es un ejemplar de El Quijote.
¿Qué puedo decirles hoy, para responder a su amabilísima invitación, como europeo y escritor? “Hiciste muy bien en marcharte, Arthur Rimbaud”, escribe René Char, y así termina el poema “Birds in the nigth” de Cernuda: “¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos? / Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable/ Para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella,/ Como Rimbaud y Verlaine. Pero el silencio allá no evita/ Acá la farsa elogiosa repugnante. Alguna vez deseó uno/ Que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela./ Tal vez exageraba: si fuera sólo una cucaracha, y aplastarla”. No quiero, personalmente, añadir nada, y transcribiré también, si me permiten, el final del poema “A propósito de flores”, dedicado a Keats: “¿Amargura? ¿Pureza? ¿O, por qué no, ambas a un tiempo?/ El lirio se corrompe como la hierba mala,/ Y el poeta no es puro o amargo únicamente:/ Devuelve sólo al mundo lo que el mundo le ha dado,/ Aunque su genio amargo y puro algo más le regale”.
Jorge Luis Borges acaba así la primera página de su último libro, Los conjurados: “Dicto este prólogo en Ginebra, una de mis patrias”. Modestamente creo que a un europeo ha de llamarle la atención, igual que su aseveración —cierta, además de un excelente efecto— de que la primera guerra mundial fue una guerra civil europea. Leo también con sorpresa un verso de su poema sobre Robert Browning: “y algún vez seré Robert Browning”. Porque, en este sentido, yo no soy, no quiero ser Santiago Montobbio, ya que no hago ni he hecho nunca nada para serlo, y de igual modo soy europeo. De manera completamente natural, sin pretenderlo. El escritor catalán Salvador Espriu, que incluyó en su último libro el poema “Me han pedido que hable de mi vieja Europa”, dejó escrito en una de sus obras de juventud, con elegancia y sorna, que en Cataluña la gente leía en los periódicos las cosas que pasaban en el país oficial. Así puedo decir que leo yo las noticias de Italia y Francia. También son mi país, y alguien, de un modo un tanto idiota, les ha puesto estos nombres oficiales, igual que al mío España.
“Un café nunca está lejos”, escribe a cualquier hora de la tarde Fígaro, o quizá más exactamente Juan Larrea, el amigo del poeta peruano César Vallejo a quien vieron morir aquí después de predecirlo él mismo. Leo en Joubert: “Las bebidas acuosas concentran. El vino hace expansivo. El abate Delille decía con mucho acierto: “Con una taza de café nunca estamos solos”“. Acaso Europa sea también juntar, a través mío, un café francés y uno español, y también lo sea el que las reflexiones de este verdadero y secreto escritor sobre monarquía y republica resulten profecías aplicables a la España de finales de este siglo, y que esto constituya el motivo de que sus pensamientos los lea también mi padre después de mí. Les estoy diciendo una obviedad. Ahora añadiré otra: Europa son también azares, nexos inevitables, casualidades destinadas e historias de familia. Precisamente por esto, no sería excusable que les contara alguna.
“La libertad es un don del mar” es la frase de Prouhdon con que Albert Camus cierra uno de sus Carnets, y “aquí acaban los trabajos de la mar/ aquí acaban los trabajos del amor” los dos versos con que Seferis empieza el final de Mithistórima. Alguna vez había empleado “aquí” de un modo impensado y semejante. No hay que decir que una catedrática de la Universidad lo encontró publicitario y grosero. Borges lo explica de otro modo. Dice que, en alguna ocasión , “aquí” es a la vez, maravillosamente, en este punto del tiempo y en este momento del papel. Aquí, en este sentido, estoy yo, con voluntad de terminar. Quiero hacerlo pidiendo para el viejo mar de Europa, que sigue siendo todavía color de vino, la libertad de invitar y acoger a las islas que los sueños, las palabras, los sufrimientos, las soledades y el destino vayan conformando. Pido, por una vez, algo. Sé que lo hago con timidez pero a la vez con decisión. Porque esa libertad es también una justicia.
Nada más. Muchas gracias.
Datos Bio-bibliográficos
Santiago Montobbio
(Barcelona, 1966)
Bibliografía escogida:
Hospital de Inocentes, Editorial Devenir, Madrid, Enero
1989.
Ética confirmada, Editorial Devenir, Madrid, Junio 1990.
Tierras, collection “le tourbillon suspendu”, Éditions
AIOU, Saint-Etienne-Vallée-Française (France), décembre
1996.
Los versos del fantasma, Literal, México, 2003.
El anarquista de las bengalas, March Editor, Barcelona, 2005.
Enlaces:
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