s.XX - Últimas tendencias - Antonio Méndez Rubio: Poesía en tiempos sombríos, 2002
La violencia de las piedras puede irrumpir en la lógica dominante
de al menos dos maneras, esto es, con al menos dos tipos de piedra:
las piedras fosilizadas, las piedras tocho, los adoquines de la calle
—piedras a veces y puntualmente eficaces pero que incrementan los deseos de venganza y represión‐;
y las piedras del desierto. Aquellas que al estallar en pequeñísimos granos de arena
aspiran a ofuscar cráneos y confundir cuerpos sembrando el desorden en lo establecido. (...)
La calle está llena de adoquines y arena. Llega la fría noche. Empieza a soplar el viento.
MAR TRAFUL, Por una política nocturna
1.
En la ciudad donde vivo, en la parte final de la larga avenida que acaba en el puerto, tienen su domicilio los locales de una conocida agencia de viajes que se llama “Vermundos”. En la llamada “civilización de la imagen” donde ha llegado a su punto más alto la mercantilización de la mirada y del mundo, nada de raro hay en utilizar como reclamo publicitario un sintagma como éste, ver mundos, ver el mundo, como invitación a una plenitud no por ideal menos deseada. Esa plenitud, en esos términos, parece disponible para ser instrumentalizada, comercializada, vendida y comprada al ritmo de nuestras supuestas necesidades y expectativas.
Concibo la poesía al otro lado de esa privatización turística de lo visible. Y digo “al otro lado” en dos sentidos. De una parte por su capacidad para problematizar el recinto autosuficiente de lo individual: como decía Voloshinov, en el terreno de la palabra, el principio de posesión no es pertinente, como tampoco lo es el de frontera. Quien escribe o lee poesía sólo puede “hacer suya” esa experiencia de una manera precaria: en principio, cualquiera puede en cualquier momento. Es cierto que también, al menos para esa especie en extinción que son las clases medias en los países ricos, casi cualquiera puede compartir una visita a las cataratas del Niágara. Sin embargo, siempre será más difícil prestar o hacer circular un billete de avión que una canción o un libro. Y hay en esto no sólo una prueba empírica, constatable, sino algo que tiene que ver con la condición radical de lo poético como lenguaje, es decir, como práctica social, potencialmente común. Creo que esto es verdad incluso cuando la poesía se halla cada vez más marginada por el sistema económico y educativo. De hecho, esa marginación es ya síntoma de que hay en lo poético un peligro, una especie de amenaza difícil de advertir, que sin embargo resulta extrañamente impropia para el estado de las cosas. Una reciente viñeta de El Roto muestra a un respetable ejecutivo, de traje y corbata, diciéndole a un personaje oscuro y demacrado que se sienta al otro lado de la mesa: “Lamento tener que informarle que su poesía arroja pérdidas”.
Así que, en efecto, la poesía es despedida del mundo de los negocios, lo que hoy quiere decir, en otras palabras, de los negocios del mundo, del mundo como negocio, tal y como está intentando vorazmente el Nuevo Orden Mundial del neoliberalismo, la precariedad, el aislamiento y la destrucción sin límites de la vida. Cuando digo poesía, un poco a la manera del Círculo de Jena, utilizo la palabra en un sentido abierto, que tiene que ver con significados más amplios, como imaginación, arte, creatividad… Es fácil caer en la cuenta de que lo aquí digo afecta asimismo a estos otros (o los mismos) ámbitos de la realidad y el imaginario social.
Donde el mundo avanza y se reproduce sin poesía, ésta aprende a ofrecerse como poesía sin mundo. Lo que quiere decir, y éste es el segundo argumento que he dejado pendiente, que no debería sorprendernos si la poesía, expulsada del mundo de la imagen y la publicidad, de la imagen del mundo, encuentra un nuevo impulso concreto en el aprendizaje de la oscuridad y de la ceguera. A fin de cuentas, cuando planea recorridos o saca a toda prisa fotos, el turista se afana por “tener esa experiencia” y sabe que, como mínimo, la tiene a su alcance. El poeta, sin embargo, descree de esa obviedad que hace posible “escoger / islas privilegiadas o lugares / de gran mundo” (escribía Aníbal Núñez, 1995: 64), no aspira a hacer de un sueño realidad, entre otras cosas, porque ha aprendido que ésta, la realidad, exije la claridad de un código, de una lengua, mientras que la poesía vive sólo del límite, de la frontera en que todo código se sueña libre de las ataduras de la convención y lo heredado.
Quizá deberíamos no ya no sorprendernos demasiado sino, más constructivamente, empezar a pensar la urgencia de este nuevo vínculo entre la poesía y lo no visible. Lo no visible es aquello que no puede verse ni convertirse a la gramaticalidad de lo que Foucault llamaba “el orden del discurso”, y que está con ello resistiendo al poder persuasivo de la imagen y del concepto. No puede verse porque, como el viento o la arena, no se deja reducir a figura delimitable. Y no puede verse, a la vez, porque el sistema institucional (económico, cultural, político…) no lo permite, o al menos hace lo que está en su mano para desplazarlo o bien a los escaparates deslumbrantes de la cultura oficial más inofensiva, o bien a los sótanos inencontrables de la clandestinidad. En este sentido, lo no visible no es un fenómeno morbosamente paranormal ni frívolamente místico, sino aquello que, por principio, no puede ser traducido a los códigos de la propaganda ideológica o de la publicidad comercial.
Que la poesía no está subordinada al mundo de lo existente es una cuestión ardua, pero largamente abordada desde distintos puntos de vista. Su corolario moderno más reconocible tiene que ver con los debates inacabables sobre la autonomía del arte. A las alturas en que estamos, tan empobrecedor —por no decir tan ingenuo— resulta defender su autonomía absoluta como absolutizar sus vínculos con la realidad y los procesos sociopolíticos en curso. Claro que la poesía, y también la poesía más crítica o subversiva, admite la capacidad de expresar nuevas subjetividades y visiones del mundo en conflicto. Pero quizá sea útil no olvidar, como ha escrito Régis Debray, que “hay algo profundamente subversivo en no querer expresar nada. Y, de ahí, en arrancar a todo quisque de su sueño sensorial desestabilizando sus costumbres y sus esperas”.
Cuando sea posible entender el pensamiento crítico más allá de la actitud judicial o del prejuicio dogmático, entonces tal vez no sea una quimera encontrar un camino transitable, compartido, entre los defensores del arte por el arte y quienes siguen cerrados a todo lo que no sea hacer del discurso poético una forma más de la contrapropaganda. Si se revisan los planteamientos tradicionales y todavía en boga sobre las relaciones entre poesía y sociedad, se descubrirá que las perspectivas oscilan con lógica frecuencia entre una concepción de lo social como objeto o tema de la escritura, por un lado, y/o como discernimiento del tipo de sujeto que hay detrás de ese acto de escribir. Dicho de otra forma, no hemos salido de la dialéctica sujeto/objeto que, siguiendo las aportaciones de la Escuela de Frankfurt, define al pensamiento y la acción instrumental y funda el idealismo robinsoniano de la modernidad occidental como sistema-mundo.
A mi entender, lo difícil es no perder el equilibrio, no ceder al repliegue exclusivista, de manera que la poesía, como discurso y como práctica que es, instaure siempre vínculos de uno u otro signo (e incluso de uno y otro signo al mismo tiempo) con —lo que para entendernos— podríamos llamar el poder social. Y que a la vez se trate de un discurso tan singular, como sabía Platón, que sea capaz de sacarnos de nosotros mismos, de en-ajenarnos, es decir, de desbordar los límites que tienden a imponer los principios de identidad (subjetiva) y de realidad (objetiva). Después de todo, ya decía Todorov que hasta las obras más inmortales toman posición. Lo delicado, y lo decisivo, es avanzar en la comprensión de cómo se producen y se despliegan esas tomas de posición, cómo se distancian y se enfrentan, o dialogan y se cruzan en y con los demás signos y las demás cosas del mundo.
Sólo así podremos saber algo más sobre el mundo, sobre aquello que lo hace posible o imposible. Ese conocimiento y ese desconocimiento vendrían a su vez del mundo. Y la poesía tendría, incluso con su silencio, algo que decir y que mostrarnos, como lo hacen, en sueños, las piedras del desierto.
2.
No creo estar descubriendo nada si subrayo la importancia vital que para la poesía tiene la pregunta por el cómo, por la forma —esa misteriosa palabra, como ya apuntaba De Man. Lo resume bien el sofisma de Vicente Núñez: “En el fondo del fondo sigue estando la forma”. La cuestión de la forma abre cuestiones a su vez, se resiste a quedar fijada, delimitada de una vez por todas, y en el caso de la poesía especialmente sólo permite las generalidades hasta un cierto punto, como indicaciones que ayudan a aproximarnos a la lectura concreta, pero, ya ahí, cada poema o serie de poemas juega sus cartas de una manera singular. También en esta materialidad particular de lo poético se puede rastrear una razón añadida a la hora de explicar sus tortuosas relaciones con la publicidad y con el sistema cultural en general. Este sistema, como tal sistema, requiere continuamente la activación de un régimen de inclusiones y exclusiones, un centramiento al menos tendencial de las líneas de interpretación y los sentidos en juego. Como ha argumentado el cineasta Alain Tanner: “En realidad, se puede decir todo en cuanto al contenido, lo que nos da la ilusión de libertad. La censura, evidentemente, económica, se ejerce sobre las formas. La trampa está ahí. Los contenidos no importan demasiado, no se juega nada a ese nivel, en la medida en que hay un consenso general en nuestra sociedad según el cual todo el mundo está más o menos de acuerdo sobre todo. Sin embargo, lo que puede todavía hacer moverse (un poquito…quizá...) las cosas en materia artística, es el trabajo de las formas. El interés ya sólo puede estar en la forma del discurso, más que en el discurso en sí. Y es aquí precisamente donde está cortado el paso, o se ejerce una presión hacia los márgenes”.
Desde luego, la teoría literaria, especialmente desde los años veinte del siglo XX, ha dado importantes pasos en el conocimiento de los procedimientos y recursos formales más destacados. Sería imposible resumir esas aportaciones aquí, ni siquiera de forma sintética o panorámica. Pero al menos tres certezas tenemos a propósito de la dimensión formal de la poesía que conviene no perder de vista, pese a ser conocidas.
La primera es que hablamos de forma para referirnos a aquella virtud del lenguaje poético por la que éste excede la linealidad de la lógica abstracta, la idealidad del significado, la racionalidad de la mirada, llevando la lectura hacia aquello que es justamente pulso material, ritmo, tiempo, sonido, corporalidad… Desde una perspectiva materialista del lenguaje como práctica social, asimismo, es importante recordar que “la calidad de la experiencia sensual es una cuestión política” (Riechmann) —política en sentido amplio, se entiende, pero política al fin y al cabo. Sólo un racionalismo cartesiano o un subjetivismo idealista pretenden ignorar esta premisa. Pero todo lo que dijéramos sería poco para adentrarnos en su significación concreta.
La segunda evidencia es que, en la práctica, más que de forma es necesario hablar de formas, y prestar atención y capacidad de escucha a los resortes específicos que constituyen el mecanismo motor de propuestas específicas de escritura. Además, parece razonable afirmar que esas diferencias y peculiaridades, no obstante, están en deuda con grandes matrices operativas que se encaminan a su vez en direcciones diversas pero que admiten ser pensadas como tales matrices. Me refiero por ejemplo a la fragmentación del discurso, cuya función se articula sintomáticamente con una experiencia de lo real en quiebra, en proceso de composición y apertura crítica. La tensión significante abre así la vía de una vivencia de la realidad como aquello que, por hallarse en construcción puede también ser destruido y reconstruido, como de hecho propone una conciencia revolucionaria del mundo mdash;la realidad de la noche, la travesía de la Noche del Siglo (López Petit). Por poner sólo un ejemplo, se puede encontrar este momento autorreflexivo en el siguiente poema de Arenario (1998), de Antonio Ortega:
Sólo si cae un árbol habla el bosque.
En su desplome, viva
se alza la raíz acre de la turba,
el árbol verdadero.
Es en la forma de la quiebra, el modo
en que la hierba abaten,
como medir podemos
el peso de la luz en sus entrañas.
Yaciendo es sin embargo
distinto cada empeño,
distinta la señal que deja el golpe.
Amo la luz que crece
bajo las sombras tensas de los árboles.
Sería bueno mirar con detenimiento cada uno de los versos, y su sucesión sincopada, para desarrollar la propuesta significativa del texto, pero confío en que su lectura sea ya un paso al frente.
Como mostrara Steiner a propósito de Kafka, la escritura abre el espacio mediante una distorsión figurativa, un conflicto consigo mismo que transmite ante todo su fragilidad así como su provocación apenas invisible, callada. Trabajando su factura como fractura, el espacio textual no sólo reproduce sino que abre fisuras donde la luz se cuela y se proyecta prefigurando formas nuevas, imprevistas. Pero entendida así, la cuestión es entonces que lo oscuro, lo que no se comprende puede ser un muro, pero ese muro se puede convertir en un espacio abierto. La poesía tiene entonces que ver con la emergencia de un sentido que no ha de ser comprendido sino producido: un acontecimiento que “hace de un agujero un lugar para la vida y de la noche el reino en el que (des)hacer mundos y asaltar la realidad” (Garcés). La poesía ayuda como nadie a que la subjetividad y la conciencia se abran, a que el espacio esté radicalmente disponible, a vaciarse, a dejar sitio para respirar. Pero la crítica literaria más tradicionalista, es decir la defendida por quienes inspeccionan el poema mirando sólo lo que dice (como para “sacar algo en claro”), llegados a este punto, levantarán su dedo acusador: vaciedad de contenidos, retórica formalista, logomaquía… cuando lo que está en juego es más fácil (y más peligroso) que todo eso: disolución en el aire, fracaso del poder, incluso del poder que llevamos dentro, de su afán por identificar, por detener y retener (incluso en la memoria).
Así entrevista, la escritura supone entonces un desafío, y lo hace desda una gratuidad no reducible a tema ni a objeto de conciencia. Quizá ahí arraigue el sueño necesario de una poesía de resistencia (Jacques Ancet), incluso —por qué no— en el sentido antifascista de la palabra, ya que hoy, como alguna vez se ha dicho, el fascismo no sólo no ha desaparecido sino que es más difícil de combatir porque está en el fondo de nuestros corazones.
Esta lucha, este milagro tiene que ver con la desposesión, con la impertinencia de todo principio de propiedad o apropiación, con el riesgo de una entrega que sea desaparición, pérdida incluso (o ante todo) de las propias huellas. Decía Francisco Pino: “El que comunica entrega algo de lo que posee, ¿posee algo el poeta?”. Y una sintonía publicitaria de moda reza: “No me llames iluso porque tenga una ilusión”. Dos cosas me llaman la atención, y me ayudan a pensar a partir de esta cancioncilla inofensiva. Una, a propósito de los límites de lo visible, que sólo podía haberla difundido la ONCE, como así es en efecto. Y otra, que ese estribillo recuerda, por contraste, que el poeta es un animal utópico, un iluso, sí, pero que no se apodera de lo que alucina sino que lo ofrece y comparte sin precio.
No es casualidad que los autores del polémico Manual de guerrilla de la comunicación (2000), desde una manifiesta preocupación por clarificar las relaciones entre teoría del discurso y lucha social, hayan afirmado que “la política tradicional de izquierdas confía sobre todo en la fuerza de los contenidos”, y que esto se afirme después de dejar constancia, como el Manual hace, del reto político que implican los vacíos y silencios del lenguaje, la búsqueda de códigos alternativos y abiertos y la problematización de las evidencias referenciales. Una acepción crítica y radical de lo poético no puede seguir recluida al cobijo de una realidad determinada a priori, por dura que ésta sea, sin preguntarse al menos por esa intemperie que está siendo el trastorno del mundo.
Pero he hablado de conciencia revolucionaria, y el tercer apunte que quisiera incorporar aquí, a propósito del poder de la forma, y de sus conflictos multifacéticos y heterogéneos con la forma del poder, hace referencia precisamente a cómo la forma poética no sólo se vincula a nuestra conciencia del mundo, sino que ofrece la posibilidad de desbordar esta conciencia como tal conciencia —en la línea de las propuestas de Julia Kristeva en La révolution du langage poétique. Puede que, justamente por suceder así, el término conciencia se viene convirtiendo en un pivote imprescindible en los actuales debates sobre poesía y política. Se está hablando de la necesidad de una poesía de la conciencia y de conectarla con una crítica explícita del fascismo de baja intensidad que caracteriza nuestra sociedad contemporánea. Esta reactivación de la crítica política gana fuerza al tiempo que, desde las filas más que moderadas de la llamada poesía de la experiencia, quizá el más señalado de sus estandartes, Luis García Montero, toma la palabra para defender la posibilidad de “un debate amplio” en torno a la cuestión de la “conciencia” como “capacidad de los ciudadanos para mantener la libertad intelectual y la singularidad individual en medio de los arrasadores procesos de homologación que constituyen la sociedad contemporánea”. Así las cosas, se diría que sólo hace falta tiempo para que las diferentes posiciones se encuentren y se abracen. De hecho, García Montero viene declarando una idea fundamental que, como detalladamente analizó Alicia Bajo Cero, estuvo lejos de sus postulados y de los de sus compañeros de camino a principios de la década de los noventa. Me refiero a la saludable reivindicación reciente de que “el diálogo con el otro es un requisito imprescindible”. Algunas cosas añadiría la sabiduría popular a una declaración como ésta. Una, que, a la vista de cómo han tenido lugar los debates sobre poesía y poder en las últimas décadas, es conveniente no desatender aquello de que del dicho al hecho… Dos, que la esperanza es lo último que se pierde. Y tres, que en cualquier caso de sabios es rectificar.
3.
A nadie se le escapa que lo que aquí está en juego es una nueva lucha por la hegemonía. Ocurre, sin embargo, que es difícil imaginar nuevos debates y alianzas estratégicas poéticas que se inserten en procesos más amplios de radicalidad crítica si no se piensan mejor los límites de esta apuesta, en auge, por el valor político de la conciencia. Entendido en su sentido pleno, el término conciencia aplicado a la escritura poética se enfrenta tarde o temprano con una frase de Ángel Crespo que comparto: “Si sabes perfectamente lo que está diciendo no continúes tu poema: rómpelo”.
Sin ir más lejos, en el campo de la pedagogía se ha destacado el papel crucial de lo que algunos llaman “deuteroaprendizaje”, es decir, de aquellas formas de la educación que no se reconocen a simple vista ni se dejan planificar sistemáticamente sino que, de manera subterránea, desbordan las fronteras de lo consciente y funcionan a partir de una relación sólo muy parcial con el tema. Se trata así de un proceso formativo que, por supuesto, está en relación con la conciencia pero desbordándola, concibiendo esta relación de una forma no sólo consciente en sentido estricto. Estas formas de aprendizaje no tradicionales pero decisivas procurarían “modelar sin que el modelo al que hay que llegar al final se conozca ni vea con claridad; un proceso que, como mucho, puede esbozar sus resultados, nunca imponerlos, y que integra esta limitación en su propia estructura; en suma, un proceso abierto, más preocupado por seguir siendo abierto que por ningún producto concreto y que teme más a toda conclusión prematura que a la posibilidad de quedarse para siempre sin conclusión” (Bauman).
Junto con esta cuestión relativa justamente a la formación de la conciencia y de la subjetividad, podrá apreciarse que se dan elementos de juicio para reformular la visión de lo social e incluso de cómo entender el funcionamiento del poder más allá de los parámetros clásicos de la hegemonía. En otras palabras, se trata de una reflexión que ayuda a abordar transversalmente tanto lo poético como lo político, tanto la forma del texto como la forma del mundo en que ese texto se da y desde el que ese texto recibe sentido(s). No es casual que el sociólogo Zygmunt Bauman haya planteado este problema en relación con la génesis de la modernidad y sus principios básicos de legitimación. Bauman ha argumentado, a este respecto, cómo la civilización moderna habría susituido el principio de placer o de deseo por el de realidad, teniendo en cuenta que “el principio de realidad, en términos sencillos, significa reducir el quiero al tamaño del puedo”. Esta estructura ideológica perseguía, pues, “ajustar los deseos individuales a lo que el medio social diseñado y legalmente estructurado hacía realista”. Lo que Bauman cuestiona, obviamente, no es el principio de realidad en sí sino la forma en que ha sido absolutizado como pilar central de todo un proyecto de sociedad. En esa sociedad, la misma que a la vez absolutizaba la noción y la institución de sistema (mercado liberal y estado-nación), la propiedad privada, las relaciones de dominio intra e internacionales o los aparatos burocráticos, se impondría lógicamente la necesidad de la linealidad en el pensamiento y la claridad en el lenguaje: “claridad y ausencia de ambigüedad son tal vez el ideal de un mundo en el que la ejecución procedimental es la norma. Para el mundo ético, sin embargo, la ambivalencia y la incertidumbre son su pan de cada día y no se puede acabar con ellas sin destruir la sustancia moral de la responsabilidad, el fundamento en que se apoya ese mundo”. El título de Francisco Pino, Claro decir (2002), así como su conflictiva manera de entender esto en la práctica del poema, lo dicen aún mejor.
Volviendo al ámbito de lo poético, si es que lo habíamos abandonado en algún momento, la reflexión sobre los límites de la conciencia y de la transparencia podría conectarse con lo infraleve que, para Duchamp, quedaba más debajo de la percepción mental, sin llegar a constituir sustancia, o con lo que Derrida llamaría la diseminación del sentido en huellas que se buscan sin dejarse controlar por la presencia ideal de categorías abstractas. Transparencia, claridad… como agua cristalina, pero ¿qué pasa cuando las aguas del mundo bajan turbias, revueltas? ¿Sería mejor no escribir entonces? ¿O es entonces justamente cuando más necesaria es la escritura?
En todo caso, a propósito de todo esto, la pregunta que se viene de inmediato encima es: ¿cómo abordarlo con herramientas conceptuales inequívocas? A partir de la conmoción romántica, de Shelley a Hölderlin, pasando por Novalis, y en paralelo al avance de la modernidad oficial (como ideología liberal y de estado), la poesía menos conformista asumió pronto que esa pregunta no tenía respuesta y que de hecho estaba planteada en un terreno, en una concepción del abordaje de lo real, que era y es ajena a la condición de la poesía como lenguaje y como práctica social.
Por radicales o bienintencionadas que puedan ser, las ideas no terminan con las potencialidades de la poiesis. Esto tiene implicaciones para un punto medular en la izquierda ortodoxa como es la cuestión de la ideología. Voloshinov sabía que no ya el lenguaje poético sino todo lenguaje, por el hecho de serlo y de fraguarse en la interacción plurilógica e inestable que es la vida social, impedía ser restringido al cauce de una u otra ideología canónica, fija, y esa lucidez, entre otras cosas, le valió su desaparición en las purgas estalinistas de los años treinta, como ha recogido en una paciente y escalofriante investigación Vitali Chentalinski. A la poesía le debemos, así, el reto imprescindible de conocer “la fuerza explosiva del lenguaje –palabra en libertad- contra la miseria de la ideología” (Riechmann). Y esto no porque la palabra poética se dé al margen de los condicionantes ideológicos que, en sentido amplio, atraviesan toda forma lingüística. La relación de la poesía con la ideología no es de indiferencia sino de desbordamiento, de exceso: aquélla no puede prescindir de ésta, con la peculiaridad de que en vez de quedarse en pasar por ella, o en instalarse con seguridad en sus lindes, terminar por sobrepasarla, por mostrarle aquello que ni es estrictamente idea ni es estrictamente logos.
Dicho de otra manera, si la poesía puede remedar los mecanismos de claridad y persuasión de la propaganda institucional, por la misma razón entonces puede explotar los recursos de ambigüedad y seducción que utiliza también la publicidad comercial. En ambos casos puede la poesía trabajar por y jugar a desviar los principios ideológicos propios del sistema. En realidad, la clave de los vínculos entre poesía y sociedad no está seguramente en una falsa opción excluyente entre claridad y ambigüedad, o entre denotación y connotación, o entre figuración y abstracción, sino más bien en la posibilidad (que el actual sistema educativo y social reprime) de vincular el lenguaje poético con la vida cotidiana y la lucha social. Un vínculo éste que excede el ámbito de la decisión ética, sin abandonarlo, para entrar en el de la acción política: antes de ser gaseado por las celebraciones del “fin de las ideologías” y de la “aldea global”, el pensamiento marxista venía aportando aquí una herramienta que hoy es recuperable con urgencia, enriquecida por la manera en que la asumieran el romanticismo y las vanguardias más conflictivas (no siempre las más escandalosas). Me estoy refiriendo, claro está, a la necesidad de actualizar el valor crítico, más precario y más humilde de lo que parece, de la praxis.
Una primera y elemental vía para incorporar la crítica social a la práctica poética consiste en trabajar, no tanto sobre cómo el mensaje del texto debe dirigirse al lector, sino sobre cómo el lector puede incorporarse a la propuesta del texto. No es esto un simple juego de palabras, aunque el juego con las palabras, como Celan recordaba, es una táctica que ayuda a abrir el espacio de la participación y —por utilizar un término de la tradición situacionista— de la deriva significante. De hecho, en este espaciamiento o apertura de espacios para un sentido no clausurado, no dado de antemano, es razonable ver un contar con el lugar del lector como lugar activo y conflictivo, y no sólo como punto inercial de destino. Esto último, como se sabe, es lo que entiende por público o por audiencia la actual sociedad del espectáculo. Otra vía de acceso a una subversión de la escritura (y la lectura) como acto de control tiene que ver con la disolución del sujeto en el poema, que no puede así convertirse en recinto autosuficiente o autodefensivo. La desaparición del sujeto, como la del objeto de referencia que no es sino su otra cara, son maneras no siempre deliberadas de poner de manifiesto, como bien sabía Jules Verne en El hombre invisible, que “es en el dominio de la realidad donde se mueve la realidad. Es en el cuello de la gente de carne y hueso donde ella pone su grillete. No tiene la costumbre de detener espectros o fantasmas”. “Soy una raya en el mar / espectro en la ciudad”, como ha cantado Manu Chao.
En los distintos capítulos y apartados de este libro, se vuelve más de una vez sobre éste y otros temas que aquí convergen de modo a veces polémico, pero siempre desde la voluntad de abrir los márgenes de la discusión. Esta apertura, que el pensamiento crítico necesita hoy como el agua, es, a mi modo de ver, la única garantía de que podamos seguir disponiendo de, o al menos creyendo en un espacio no reducible a las inercias periodísticas y los designios cada día menos ocultos del mercado literario y cultural.
Datos Bio-bibliográficos
Antonio Méndez Rubio
(Badajoz, España, 1967)
Bibliografía escogida:
El fin del mundo Hiperión, Madrid, 1995.
Un lugar que no existe, Icaria, Barcelona, 1998.
Trasluz, Calambur/Editora Regional de Extremadura, Madrid, 2002.
Encrucijadas (Elementos de crítica de la cultura), Cátedra, Madrid, 1997.
Poesía y utopía, Episteme, Valencia, 1999.
La
apuesta invisible (Cultura, globalización y crítica social), Montesinos, Barcelona, 2003.
Enlaces:
Como sabía Platón (art.)
Karaoke como metáfora política (art.)
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