s.XVIII - Neoclasicismo - Gaspar Melchor de Jovellanos: Carta de Jovellanos a su hermano Francisco de Paula, dedicándole sus poesías, [finales siglo XVIII]
Gloria felicis olim viridisque juventae.
Por fin, querido Frasquito, van a tus manos estos versos, que son el único fruto de mis ocios juveniles, y en ellos te envío una firme prueba de mi amor y confianza fraternal. Mil razones, que no se ocultarán a tu penetración, me han obligado siempre a esconderlos, no sólo de la vista del público, sino también de la mayor parte de mis amigos. Viéronlos solamente aquellos pocos a quienes una íntima y sensible amistad y una perfecta confrontación de sentimientos y de ideas tuvo siempre abiertas las puertas de mi corazón. Para los demás estos versos han sido siempre un misterio ignorado o escondido.
Es verdad que, prescindiendo de la materia sobre que generalmente recaen estas composiciones, he creído que debía también ocultarlos por su poco mérito; porque siendo hechos rápida y descuidadamente en los ratos que se llaman perdidos, y no habiendo recibido aquella corrección y pulimento sin los cuales ninguna obra es acabada, no hay duda que serán muy defectuosos y que no merecerán aprecio alguno, por más que hayan tenido algún día el mérito respectivo a la ocasión y al tiempo en que se hicieron.
Pero sobre todo, nada debió obligarme tanto a reservarlos y esconderlos, como la materia sobre que generalmente recaen. En medio de la inclinación que tengo a la poesía, siempre he mirado la parte lírica de ella como poco digna de un hombre serio, especialmente cuando no tiene más objeto que el amor. Sé muy bien que la juventud la prefiere en sus composiciones, y no lo repruebo. Es natural que un poeta joven busque el objeto de sus composiciones entre los que ocupan su corazón más dulcemente; lo primero, porque así sentirá mayor placer en hacer versos, y lo segundo, porque los hará mejores. Aun por eso vemos que los que nacieron para grandes poetas han hecho sus ensayos en las poesías amorosas y tiernas. Estoy persuadido a que no tendríamos los grandes poemas, cuya belleza nos encanta y sorprende después de tantos años, si sus autores no hubiesen desperdiciado muchos versos en objetos frívolos y pequeños. Cuando Virgilio dio principio a su Eneida, había ya admirado a Roma con sus Bucólicos y con los inimitables Geórgicos; de manera que primero cantó de amores, después de los placeres y ejercicios del campo, y al fin los hechos grandes y memorables que precedieron a la fundación de la soberbia Roma.
Pero vuelvo a decir, sin embargo, que la poesía amorosa me parece poco digna de un hombre serio; y aunque yo por mis años pudiera resistir todavía este título, no pudiera por mi profesión, que me ha sujetado desde una edad temprana a las más graves y delicadas obligaciones. Y ve aquí la razón que me ha obligado a ocultar cuidadosamente mis versos, conociendo que pues al componerlos había seguido el impulso de los años y las pasiones, no debía hacer una doble injuria a mi profesión con la flaqueza de publicarlos.
Dirás acaso que en esto he pensado con demasiada delicadeza, y lo mismo que he dicho en favor del uso de la poesía ligera en los primeros años, te inclinará tal vez a desaprobarla. Pero debes considerar, que aunque las obligaciones del hombre en la vida privada son iguales en todos los estados, su pública conducta debe variar según ellos. Los hombres se revisten de tales personalidades hacia el público por su profesión y sus destinos, que lo que es en unos una amable galantería, pasa justamente en otros por una liviandad reprensible. Entre todos son los magistrados los que están más obligados a guardar unas costumbres austeras, porque el público tiene un derecho a ser gobernado por hombres buenos, y por lo mismo quiere que los que mandan lo parezcan; exige de nosotros un porte juicioso y una conducta irreprensible; quiere que le dirijamos con nuestra doctrina, y que le edifiquemos con nuestro ejemplo; y así como premia la aplicación y la virtud de los buenos magistrados con un tributo de estimación y alabanza, cuyo precio es inmenso, se venga, por decirlo así, de los malos, censurando sus errores y extravíos con la mayor severidad, castigándolos con el odio y el desprecio. De este modo se compensa la desigualdad de las condiciones, y se igualan las suertes de los que obedecen y los que mandan.
Estas razones, que me obligaron a entregar al fuego la mayor parte de mis versos y a sepultar en el olvido esos pocos, que por no sé qué casualidad se libraron de él, deben obligarte a ti también a ser muy circunspecto en el uso de esta confianza. Mis versos contienen una pequeña historia de mis amores y flaquezas: ¡mira tú, si estando yo arrepentido de la causa, podré hacer vanidad de sus efectos! Por lo común a cualquiera de estas composiciones sigue un pronto arrepentimiento de haberlas hecho. Y apenas se desvanece el entusiasmo con que se escribieron, cuando empieza a mirarlas con desprecio el mismo que las produjo. Por eso, si después de haberlos leído quisieres quemarlos, podrás hacerlo a tu salvo, pues nunca estarán más secretos que cuando se hayan reducido a ceniza.
Es verdad que entre estas composiciones hay algunas de que no pudiera avergonzarse el hombre más austero, al menos por su materia. Pero, prescindiendo de su poco mérito, es preciso ocultarlas sólo porque son versos. Vivimos en un siglo en que la poesía está en descrédito, y en que se cree que el hacer versos es una ocupación miserable. No faltan entre nosotros quienes conozcan el mérito de la buena poesía, pero son muy pocos los que saben y menos los que se atrevan a premiarla y distinguirla. Y aunque no sea yo de esta opinión, debo respetarla, porque cuando las preocupaciones son generales, es perdido cualquiera que no se conforme con ellas.
Bien sé que no pensaban así los antiguos. El inmortal Cicerón no se desdeñó de hacer versos, sin embargo de que obtuvo las primeras magistraturas de Roma; Plinio el Mozo, magistrado, orador y filósofo del tiempo de Trajano, se ocupaba muchos ratos en hacer versos. Es muy notable lo que dice sobre esta materia, como se puede ver en la carta 14 del libro IV, y en la cuarta del libro VII, que no copio por la brevedad con que escribo.
Hubo también entre nosotros un tiempo en que la poesía era ocupación de los hombres más doctos y más graves, y en el catálogo de nuestros poetas se leen gentes de todas dignidades y profesiones: ni faltan en él obispos, sacerdotes, doctores, religiosos, magistrados, y cuando no hubiese más ejemplos que los del célebre obispo Balbuena, del sabio Arias Montano, del elocuente fray Luis de León, sin contar los Mendozas, los Rebolledos, los Crespis, Vegas y Calderones, bastarían para probar cuánto y por cuán grandes personajes fueron cultivadas las Musas entre nosotros otras veces.
Pero vuelvo a decir que es preciso respetar la preocupación al mismo tiempo que se trabaje en deshacerla. Yo encuentro la causa del descrédito de la poesía en el mal uso que hicieron de ella los poetas del siglo pasado, y ya que la casualidad me ha conducido hasta este punto, discurramos un poco sobre esta decadencia, y para averiguar un punto tan importante en nuestra historia literaria, acumulemos nuestras reflexiones sobre las que han hecho anticipadamente otros eruditos.
En la restauración de los estudios se empezaron a cultivar cuidadosamente entre nosotros las humanidades o bellas letras, y particularmente tuvo la poesía muchos y muy distinguidos profesores. Empezaron éstos a imitar los grandes modelos que había producido la Italia, así en tiempo de los Horacios y Virgilios, como en el de los Petrarcas y los Tassos. Entre los primeros imitadores hubo muchos que se igualaron a sus modelos. Cultiváronse todos los ramos de la poesía, y antes que se acabase el dorado siglo XVI había ya producido España muchos épicos, líricos y dramáticos comparables a los más célebres de la antigüedad.
Casi se puede decir que estos bellos días anochecieron con el siglo XVI. Los Góngoras, los Vegas, los Palavicinos, siguiendo el impulso de su sola imaginación, se extraviaron del buen sendero que habían seguido sus mayores. La novedad, y más que todo la reputación de estos corrompedores del buen gusto, arrastró tras de sí a los demás poetas de aquel tiempo, y poco a poco se fue subrogando en lugar de la grave, sencilla y majestuosa poesía, una poesía hinchada y escabrosa, llena de artificio y extravagancias.
Cuando hablo generalmente de la poesía, no se crea que quiero calificar en particular los poetas. Sé que el siglo XVII produjo muchos de gran mérito, y sé que algunos de ellos, en medio de la corrupción y el mal gusto, han producido algunos poemas excelentes. Pero esto debe mirarse como un argumento de lo que puede hacer un grande ingenio por sí solo, mas no como una prueba en favor de la bondad de la poesía de aquel tiempo en general. Seguramente Góngora, por no poner otro ejemplo, estimaba más sus Soledades y sus sonetos que sus bellos romances. ¡Cuánta diferencia, sin embargo, se halla entre una y otra poesía!
Muchas veces he reflexionado que este mal gusto hizo más daño que utilidad había causado el bueno a la poesía. Ningún siglo crió tan prodigioso número de poetas como el pasado; en ninguno tuvo la poesía tan grande estimación. El reinado de Felipe IV era el de Augusto y de Mecenas. El mismo rey se complacía en hacer versos, y a su imitación no había persona que desdeñase un arte que hallaba estimación hasta en el trono. Pero esto mismo acabó de arruinar la poesía. Todos quisieron ser poetas en un tiempo en que se hacía granjería de los versos; y como para serlo al modo y gusto del tiempo no era menester otra cosa que un poco de ingenio, eran pocos los que no podían ser poetas. Creció ilimitadamente el número de los cultivadores de las Musas, y entre tantos era preciso que hubiese muchos despreciables y extravagantes, y lo que es peor, muchos que hicieron servir el lenguaje de los dioses a su ambición y a su codicia. ¡Qué inmenso número de poesías pudiera recogerse entre las de aquel tiempo en que no se halla más lenguaje que el de la lisonja, más calor que el del odio y la venganza, ni más moral que la de los vicios y pasiones!
Con esto empezaron poco a poco a ser aborrecidos o despreciados los poetas, y al fin el descrédito de los poetas se comunicó a la poesía.
Así entró el presente siglo, que debía formar una nueva época para nuestras Musas. Los Candamos, los Lobos y los Silvestres mantuvieron por algún tiempo el crédito de la mala poesía; pero poco a poco fue naciendo el buen gusto y ya en el día vemos con grande complacencia amanecer de nuevo los bellos días en que las Musas españolas deben recobrar su antigua gloria y esplendor.
Sin embargo, la preocupación dura todavía. Las gentes de juicio no se atreven a divulgar un talento que no tiene seguros el aprecio y estimación del público. Entretanto es preciso que las Musas anden como unas ninfas vergonzantes y que no se atreven todavía a parecer en público por no recibir algún insulto de las personas ignorantes, austeras o preocupadas.
En cuanto a mí, estoy muy lejos de creer que mis versos tengan un gran mérito; pero sí aseguraré que no se parecen a los del mal tiempo. Si por otra parte no merecen ser estimados, ésta no será falta de crítica, sino de ingenio. Sin éste nadie puede ser poeta, y como dice el Horacio francés:
C’est en vain qu’au Parnasse un temeraire auteur Prétend de l’art des vers atteindre la hauteur, S’il ne sent point du ciel l’influence secrète, Si son astre en naissant ne l’a formé poète.
Algo quisiera añadir en abono de los versos libres o blancos; pero me insta el conductor que debe llevar esta colección. Queda este asunto para otra carta, si acaso los negocios de oficio me permitiesen dedicar a él algún rato. Y entre tanto…
ArribaAbajo Allá van a tus manos mis versos, oh Paulino; mis versos mal limados, mis versos bien sentidos, de afecto y verdad llenos, si de primor vacíos.
Partid, partid alegres ¡oh pobres versos míos!; partid de mí, sin miedo de ser mal admitidos. No vais emancipados del público al capricho, injusto siempre y vario, ni vais a ser ludibrio de zoilos envidiosos ni críticos malignos. Mejor y más dichoso será vuestro destino, pues vais a ser recreo de mi caro Paulino; vais a llenar las horas que hurtare a su preciso descanso, y en sus ocios vais de él a ser leídos; a ser vais por su vista pasados de continuo, y a ser de su memoria mil veces repetidos.
Tal vez, al repasaros, saldrá, mal reprimido, el llanto a sus mejillas, y tal, enternecido, os honrará su pecho con un tierno suspiro.
Empero si por caso alguna vez tenidos de él fuereis por livianos; si acaso del antiguo ropaje, con que incauta mi pluma os ha guarnido, culpare la extrañeza y el aire peregrino; en fin, si os reprendiere por libres y sencillos, y el tono licencioso culpare acaso esquivo, decidle solamente que fuisteis concebidos, unos del ocio blando en medio del descuido, otros de los negocios en medio del bullicio, y otros, al fin, en medio del fuego más activo de amor, y en el tumulto de los años floridos.
Empero, si os disculpa, piadoso y compasivo, de ser de él estimados vivid desvanecidos.
Vividlo, mas no tanto que al público capricho de la común censura salgáis inadvertidos: no sea que os prevenga, como a otros, el destino borrascas, escarmientos, naufragios y peligros.
Vivid por tiempo largo, contentos y escondidos, en el virtuoso pecho de mi caro Paulino.
Datos Bio-bibliográficos
Gaspar Melchor de Jovellanos
Gijón, España (1744-1811)
Bibliografía escogida:
Obras completas, Instituto Feijoo de Estudios del Siglo XVIII, Oviedo, 1984.
Antología, Ediciones Libertarias-Prodhufi, S.A., Madrid, 1998.
Enlaces:
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