s.XX - Otros del s.XX - Antonio Carvajal: Propósitos poéticos, 2004


n una sociedad tan hipócrita como la contemporánea, en la que ser joven no es un estado transitorio y sí un mérito, y en que la vejez no es otro estadio transitorio, sino un baldón, heme aquí sesentón, ya viejo, dispuesto a celebrar las bondades de mi edad y a hacer balance de mi poesía. Agradezco a la Fundación Juan March y, en concreto, a la deferente generosidad de Don Antonio Gallego, su valoración de mi obra que se concreta con mi presencia en este ciclo de poética y poesía. A ellos y a ustedes, que comparten este tiempo conmigo y me conceden el beneficio de su atención, mi agradecimiento sincero.

Abrí todo mi ser a la poesía hacia los dieciséis años, cuando un amigo me vendió un libro (bastante caro para mis disponibilidades dinerarias de entonces) titulado Veinte poetas de hoy, antología de Rafael Millán donde convivían, con retratos y versos, los experimentales y los tradicionales, los comprometidos políticamente y los estetas, los cronistas de la realidad y los del ensueño, los de bronca expresión existencial y los que ya habían agotado su existencia… Desde Celaya y José Luis Hidalgo hasta Ángel Crespo y Carlos Bousoño, que luego me enseñaría tanto con su Teoría de la expresión poética, de todos aprendí y todos me abrieron caminos amplios que terminaron concentrados en un solo punto, esta frase de Don Miguel de Unamuno: la poética no es cuestión de preceptiva sino de postceptiva. Pues en efecto, cuanto pueda decir de mi obra no surge de un juicio previo sobre el ser de la poesía como una sustancia a la que debiera dar forma, sino que brota del frágil análisis de lo ya realizado, una manipulación de esa materia mostrenca que es la palabra común, trabajada para conseguir que entre sus sonidos y los silencios en que se envuelven se manifieste ese caprichoso fenómeno que llamamos poesía.

Y, más, cuando sentí la necesidad de expresar mi mundo, midiendo las palabras, sabía que me instalaba en un mundo de otros, dicho de muchas maneras y con distintas y diversas intenciones. Mi propio entorno personal estaba verbalizado de manera sublime, no sólo por Federico García Lorca —desde la casa de mis padres, en Albolote, se podían ver las choperas que ocultaban a la vista su pueblo natal y el tremendo barranco en el que se le dice enterrado—, sino por Luis de Góngora, Lope de Vega, José Zorrilla, Francisco Villaespesa, Manuel Machado y el mágico Juan Ramón Jiménez del romance Generalife , cuya lectura fue, a los trece años recién cumplidos, mi primera inmersión libre y profunda en las aguas de la lírica, aparte los decires acumulados por fecunda tradición viva en lenguas varias, unas legibles y otras latentes: Tan fascinante como la sinuosa caligrafía arábiga de la Alhambra me resulta la indescifrable toponimia granadina. Nombrar acumulados pueblos de mi entorno me ha servido para generar la angustia del vacío intelectivo como respuesta a la incomunicación verbal mediante una enálage antes no usada en que los topónimos cumplen distintas e inapropiadas funciones gramaticales, en el poema “Paraleipómena”, y para celebrar los beneficios de la paz, por transitoria que sea, en una paráfrasis reciente sobre versos de Baquílides. Sé que mi gusto por la toponimia brota del moroso paladeo de modelos previos, suministrados por Miguel de Unamuno y Gabriel Miró, y, por lo mismo, sé que tanto mis intenciones estéticas cuanto sus concreciones y resultados son otros, como sin duda fueron otra la intención y otro el resultado estético obtenido por el anónimo autor de aquel romance fronterizo que comienza:

Caballeros de Moclín,
peones de Colomera

donde se ayuntan el nombre del lugar adonde mi padre me condujo para vivir mi primera y única romería y el del pueblo nativo de mi madre. Sí, me gusta nombrar lugares y paladear el idioma. Como me gusta designar a los destinatarios de mis poemas, hechos sus nombres materia indisoluble de mi palabra, tantas veces en dedicatorias, algunas en títulos, frecuentemente en acrósticos vertebradores del texto, otras veces como un eco —así “Tarpia”, poema estructurado como un juego de variaciones sobre la dedicatoria “a I. Prat”, así “Cantar de amigo”, modulado en el eco suscitado por el apellido del joven Javier Verdejo, asesinado por las fuerzas del orden del desorden pasado—. Aduzco, a modo de ilustración, la primera estrofa de “Paraleipómena”:

Paraleipómena, belicena alquife,
colomera huéneja zújar pinos bérchules,
ferreirola: íllora; jun castell de ferro,
órguiva narila salobreña jete;

estos versos de la paráfrasis sobre Baquílides:

Vienen de Ácula y El Turro, Fornes, Cacín y Tajarja,
Agrón, La Zahora, Escúzar, Jayena, Huelma y Alhama,
La Malahá, Dílar, Híjar, Otura, Alhendín y Játar,
El Bermejal, Los Ogíjares, Zafayona y Zafarraya.
Un albardán de Albolote y un albarrán de Molvízar
completan el joven coro con los de Gabia y Cozvíjar;

este fragmento de “Tarpia”:

Pirata, para ti partí a Tapir:
la ruta fue desolación; el fin
de la aventura un iris sin poliedros.
Baladas de un ayer que no vivimos
y de un mañana afín que ya se ha ido
fueron los himnos que lanzó mi pecho

Roncos de no sumar tu voz ya más,
rotos de no tener sol que escalar,
rojos de un dios oscuro y ciego y sordo.
(¿Dije a Tapir? Diré a Tirap: Tal vez
tú me dijiste un rumbo y no escuché,
a Rapit, a Ripat…) Y el mundo, solo,

Alga neutra, carmín negado, esperma
sin mecha, a la deriva, sucia vela,
remo sin mano y corazón de hastío,
trazó cartas equívocas, mentiras
para consuelo: “Un hombre, mientras viva,
tiene derecho al sueño y al delirio”.

y el “Cantar de amigo”:

Di, noche, amiga de los oprimidos,
di,noche, hermana de los solidarios,

¿dónde dejaste al que ayer fue mi amigo,
dónde dejaste al que ayer fue mi hermano?

—Verde le dejo junto al mar tranquilo;
joven le dejo junto al mar callado.

Pero debo volver sobre los comienzos de mi escritura y declarar, ya, que escribo porque leo: Otero, con su “Ángel fieramente humano” me llevó a Góngora; Hierro,
“Con las piedras, con el viento”, me hizo transitar ampliamente por Lope de Vega; todos me remitían a Garcilaso y éste a Virgilio y Horacio. Rápidamente desanduve el camino, cuando con dieciocho años y un día le oí a Carlos Villarreal los versos iniciales de la “Canción a una muchacha muerta” de Vicente Aleixandre. El punto de ironía (admitiré un grado menos, el de socarrón), ya me lo inculcó mi padre con las fábulas de que tanto gustaba, y me lo reforzaron los modelos antes nombrados (Garcilaso, Lope, Góngora) y otros dos poetas que adoro: Cervantes y Valle Inclán. Juiciosa socarronería impuesta por la realidad vivida o, quizá, por la corrección del propio acontecer vital, pues al exquisito neoplatonismo o las delicias verbales del modernismo (creo en Rubén Darío, padre y maestro mágico), siempre opuse unos límites, mis límites, que puedo expresar con autoridad ajena:

Yo le he visto conversar
con los rábanos de Olmedo,
que un amante suele hablar
con las piedras, con el viento.

Evitar la conversación con los rábanos, procurando no confundir la realidad desde la que brota el amor con el sueño en que desemboca el deseo, sin por ello negar la virtud de las piedras y del viento, tales fueron mis límites aceptados. Contra lo que me sublevé desde muy joven fue contra la idea de pecado asociada a la poesía. Educado en un sistema irrespirable de rutina católica en la que pensar por cuenta propia estaba vedado, tuve que soportar la maldición celayesca de la poesía concebida como un lujo cultural y, aún peor, aquello de “nuestros poemas no pueden ser sin pecado un adorno”. ¿Por qué no?, me clamó el alma única que tengo, indivisible e indistinguible del único cuerpo que me hace quien soy. Aun los mismos poetas más sensoriales, entregados a las calideces de junio, no dejaban de tener un regustillo moral ligeramente molesto. Mi moral era luchar por una vida más bella, más justa, siempre sagrada, cuya plenitud entreví en la delicia del amor compartido, de las primeras amistades con artistas y poetas con quienes compartí la indescriptible emoción de engendrar, conservar y transmitir la belleza. Ése es el germen de Tigres en el jardín y ése he querido que sea siempre el sentido de mi poesía. Una poesía donde cabe todo cuanto sea defensa y afirmación de la vida, denuncia y rechazo del mal. “Hagamos, porque es bello, el bien”, nos instó Rubén Darío, elevando a suprema categoría ética la 20 exigencia estética, coincidiendo, sólo que él transitando por la vía positiva, con el sabio decir popular cuando califica de fea toda mala acción. Para mí, el feísmo voluntario, buscado intencionadamente como fin en sí mismo, es una claudicación ante el mal; el otro feísmo, surgido de la incapacidad técnica del autor, no merece ni siquiera ser mencionado. Pues hay un precepto evangélico que adopté por divisa estética: “Sed perfectos como vuestro padre celestial es perfecto”. Sé que tal mandato traza ante nosotros un horizonte inalcanzable, siempre lejano, a igual distancia entre la parvedad de nuestros actos y la desmesura de nuestro propósito; pero es tan hermoso, consolador y vivificante iniciar el camino del bien que desconozco otra vía para llegar a nosotros mismos, así sea con la última caída. Y sobre esta divisa, la severa advertencia de Vicente Aleixandre: “En poesía, lo que no está bien dicho no está dicho”: decir bien el bien; lo demás es silencio.

De ahí la necesidad de conocimiento, y muy en especial, de las técnicas vicarias del poema. A más conocimiento de la palabra en sí, de su articulación con otras, de su elasticidad en el verso, de las implicaciones del sonido con el silencio, de la semántica, de las adherencias culturales, de los procedimientos expresivos para el realce o la atenuación de los sentimientos, la configuración verbal del mundo y la consecuente delimitación de los géneros, cada cual con su estilo apropiado, a más conocimiento, digo, más capacidad de expresión. Conocer el oficio exige una disciplina dilatada y exigente que muchos, seguros de su talento, estiman en nada y, por ello, descuidan; no estando seguro de mi talento, procuro cultivar el poco de que dispongo. Dicho con glosa a Goethe, si “el genio se reconoce en sus límites”, yo, que me sé muy limitado, procuro aprender los límites de la materia poemática, la usada y consabida palabra, para, en lo que me sea posible, desbordarlos y, así, alcanzar las difusas fronteras de la poesía. No es que yo sea il miglior fabbro de la poesía española contemporánea, sino que hay poetas de reconocido talento que son vagos y carecen de técnica. Y he sido y soy muy humilde con mis maestros.

Conocí a Vicente Aleixandre gracias a un soneto que le envié, mediado marzo del felicísimo 1963; cómo sería mi poema que me confundió con no sé quien, un preso antifranquista, entre Hernández y Otero. “¿De dónde sale Vd.?”, me preguntaba en su primera carta. Cuando me vio en persona, ya en setiembre de ese mismo año, nos echamos a reír. En esos meses de intervalo, Carlos Villarreal me había hecho notar que mis poemas eran todos muy sinceros y poco míos, que mi voz personal se oía por primera vez en las veinticuatro estrofas con que empecé a escribir Casi una fantasía. Los quemé todos e invertí el proceso: si hasta entonces procuré que mis poemas se parecieran a los modelos que admiraba, pero dejando traslucir mi propia visión del mundo, a partir de Casi una fantasía busqué un “dezir” personal donde las transparencias de mis modelos se incorporan como hechos de lengua; si el refrán o la frase hecha pueden nutrir un texto, el verso ajeno, como hecho de lengua —quien mucho lee, algo recuerda—, puede tener el mismo valor, de germen en unos casos, de bella floración en otros. Pasé de la imitación a la emulación, y aquí me auxilió Góngora: no se trata de evitar lo que hacen otros, sino de hacerlo mejor. Parece que lo he conseguido; la crítica al uso me asigna regularmente una lista de filiaciones que más que en árbol genealógico da en registro de clientes de un hotel de carretera; pero esa misma crítica me atribuye una voz singular.

Como ya he dicho, encontré la singularidad de mi voz en la disciplina del estudio y en la aceptación razonada de los consejos de los mejores. Si un día quemé todo lo que no me sonaba villarrealinamente a mí, otro día me resonaron interiormente las palabras de Aleixandre: “No te ates a una idea previa del poema; si pide vuelo, déjate ir”. Su consejo no pudo ser más oportuno, pues me alcanzó en el momento en que se me extinguía el deslumbramiento que me produjo la Métrica española, de Navarro Tomás, que años antes me regaló Elena Martín Vivaldi: “Toma, niño; tú le sacarás a este libro más provecho que yo”. Navarro Tomás, que luego publicó un Arte del verso, buscaba la ciencia del metro. Mas la versificación provoca muy extraños fenómenos, de manera que versos correctos suenan mal y otros que no parecen ajustarse a las reglas suenan divinamente; la poesía no parece gustar de presentarse en la manipulación mecánica de las palabras, requiere algunas veces un punto de travesura o transgresión o desafío, sólo dable a quienes íntimamente dominan las reglas, pues sólo desde las reglas podremos valorar la magnitud del desvío. Recuerden la anécdota: Miguel Haynd le llevó a su hermano José, el gran sabio, una partitura que el maestro leyó con avidez: “Esto es imposible que suene; pero si lo ha escrito Mozart, sonará”. Y sonó; era el Cuarteto de las disonancias. No bien había entregado a José Batlló el original de Tigres en el jardín cuando cayó en mis manos, regalo de otro amigo, Gonzalo Echeverría, el libro que nutriría mis poemas y mi futura teoría métrica, las Fábulas en verso castellano, seguidas del Arte Métrica Elemental, cuyo autor era el saladísimo ingenio y mal poeta llamado Miguel Agustín Príncipe; talento le sobraba: se adelantó por lo menos medio siglo a los formalistas rusos y casi un siglo a Navarro Tomás. Bien, el Arte Métrica citada me provocó las ganas de hacer todo lo que proscribía, un poco tentado, como el mítico Luzbel, por la inquietante pregunta “¿hasta dónde no podré llegar?”. El caso es que entre los rigores de Príncipe y las ironías de Daniel Devoto, el casi solitario poeta de provincia que les habla parece que ha logrado describir y denominar las rimas en caída, instalar en su lugar métrico los versos de cabo doblado, definir con criterios métricos y estéticos la cadencia del verso y recuperar los silencios como factores estéticos dominantes en la configuración sonora del poema. He tardado, es cierto, en dejar que la mano tradujera lo que me rondaba por la cabeza; mejor lo hiciera si más hubiere tardado, porque luchar contra hábitos adquiridos durante generaciones en la definición del ritmo del poema no crean que promete mucho bueno ni da los resultados apetecidos. Vayan dos ejemplos: Se confunde el ritmo con el golpeteo de la percusión, se dice que es muy rítmico el poema sujeto a una acentuación fácilmente perceptible, del tipo:

Tanto bailé con la moza del cura,
tanto bailé que me dio calentura,

y no se dice del todo mal, porque se percibe muy claramente el compás uniforme, agrupadas las sílabas en grupos tónicos iguales; en cambio, se dice que sílabas contiguas acentuadas o que la falta de un acento esperable producen antirritmia; nada más falso: Nótese cómo las tónicas contiguas en el segundo y tercer verso y la falta de acento en el cuarto potencian las ideas contenidas en este cuarteto de Federico García Lorca y se convierten en imágenes del significante, según certera expresión de Dámaso Alonso:

Tengo pena de ser en esta orilla
tronco sin ramas. Y lo que más siento
es no tener la flor, pulpa o arcilla
para el gusano de mi sufrimiento.

Ritmo: despliegue coreográfico de la palabra dicha en el tiempo. Algo así intuyó el maestro sevillano Fernando de Herrera al comentar el tercero de estos versos de la Elegía primera de Garcilaso:

el caro hermano buscas, que solo era
la mitad de tu alma, el cual muriendo,
no quedará ya tu alma entera

“Algunos, pareciéndoles que está falto este verso de Garcilaso, no considerando la diéresis, lo han enmendado o dañado desta suerte: No quedará ya toda tu alma entera; pero Garcilaso, que conocía mejor los números, se contentó con aquel modo, porque además de significar así la falta del alma, que él pretendió mostrar, no es flojo número de verso, sino artificioso y no ajeno de suavidad.”

Ése es el problema, conocer los números. Bien los conocía Federico García Lorca cuando en su canción “En Málaga”, dijo:

Negros torsos bañistas oscurecen
la ribera del mar.
Oscilando,
concha y loto a la vez, viene tu culo
de Ceres en retórica de mármol.

Bien los conocía el maestro Vicente Aleixandre cuando en “La despedida”, escrito en verso libre, suprimió una /d/ final de palabra para que el número constara:

Esperándote
en esta tarde casi extinta,
me quedo
en la penumbrosa luz encendida
y pienso en ti. ¿Me quieres?
¿Me quieres tú día a día?
Qué largo esfuerzo es el amor. Te espero,
llegas… Y todo se diría
que un pensamiento sigue siendo sólo
en la perpetua soledá indivisa.
Horas de entrega dulce, horas de engaño largo y luz conforme.
Horas de silenciosa voz adormecida… (etc.)

o, cuando en el poema “Vida”, aprovechó el efecto del silencio combinado con la posición del acento:

¡Vivir, vivir! El sol cruje invisible,
besos o pájaros, tarde o pronto o nunca.

Como los conocía Juan Ramón Jiménez cuando versificó así en su “Lamento de primavera”:

¡Oh, ciego!, ¡oh, sordo!
¡oh, mudo!. Yo
te daba opio, de daba bro-
muro, té, método,
libro y reloj
¡y estabas hecho
para el amor!

El aprendiz de poeta y el estudiante de métrica que sigo siendo no para de mirar y de admirarse ante esto que los pedantes llaman una “práctica de desvíos”, ni para de sorprenderse ante la pobreza de registros de tanto poeta contemporáneo, más o menos coetáneo, que suelta la manivela del endecasílabo de tres acentos, fijos los de 6ª y 27 10ª sílabas, acumula adjetivos y comparaciones, y expele cuanto se le viene a la boca hasta completar la tirada mínima de versos exigida en las bases del concurso; si necesita cuatro acentos, expande hacia el alejandrino, sin pensar en los resultados estéticos de dicha expansión (no todos somos Don Jorge Guillén ni sabemos aprovechar la dilatación versal de esta manera:

LOS BUITRES

Aves volaban altas, cielo altísimo.

¿Cómo se llamarán?
Son buitres, nombre
Siempre siniestro. Cuando ya perciben
Olores, por olfato extraordinario,
De algún muerto, difunto de catástrofe,
Con su rapacidad irresistible,
Sin cesar orientada hacia la muerte,
Buscarán el cadáver delicioso.
Y volando seguían, y suspensas las alas.)

Así que como soy el autor de un “Arte poética” cuya lección primera es “cuerda y tijera”, con los modelos citados y otros que no es necesario nombrar, he procurado dotar a mis poemas del número suficiente, así para arrancar con impulso solemne:

La majestad imperial del césar Carlos
bajo especie de piedra se presenta
como Hércules infante. Así proclama
superando los siglos, el olvido,
la ignorancia y los cómplices silencios
de quienes se avergüenzan de su historia
un concepto del mundo y, en el mundo,
la asunción de su ser y su destino;

así, para que el aliento refuerce la expresada vehemencia:

ese cielo que enseñas,
música oscura si ve-
hemente pájaro que al cielo escribe
sus mensajes sombríos;

así, para jugar con la doble etimología, la culta y la popular, y enriquecer el texto con semas imprevistos:

Bajo del conde-
stable cielo, ciegos
del reverbero de su gloria;

así, para conjurar una cursilada prosaria

¡Oh nube, cuánta calén-
dula en flor espera llu-
via que le niegas tan hu-
raña y avara sabien-
do que es el agua sostén
de la flor y la alegrí-
a de cuerpos y alma ardi-
dos! ¡No celes sol, y col-
ma la sed con unos gol-
pes generosos y flui-
dos de ti!

o sugerir un juego infantil en parque urbano:

Rosas, todas; y no son
la rosa. Todos los ti-
los, no la paz. El jazmi-
nero enlaza su canción
con la cal, con el balcón
pintado de verde. Fue
la dicha posible. ¡Qué
generosa la armoní-
a de flor y fruto y a-
gua clara, tan clara y cla
- ra que sólo canta: “Sí”!

Desliza una nube el vés
pero por la quieta atmós-
fera sin pájaros; nos
roza la frente y, por pies,
gana una cima leja-
na, país de nieve ba-
jo los opulentos dí-
as que la sed tanto año-
ra. Y dice la tarde: “¡No!”
Y el agua repite: “¡Sí!”

Estos son los que he dado en llamar “versos de cabo doblado”, en contraposición a los famosos “versos de cabo roto” de nuestro buen Cervantes y compañeros de travesuras. Doblar el cabo del verso, pasar su sílaba o sílabas postónicas finales al verso siguiente, se ha venido llamando “encabalgamiento léxico” por unos; por otros, con palabra impronunciable, “tmesis”; el procedimiento, desarrollado por los teóricos franceses del siglo XIX para burlarse de quienes sostenían que la única diferencia real entre el verso y la prosa estribaba en la arbitrariedad de la pausa final delimitadora del verso, digo que el procedimiento es tan viejo como Píndaro e ilustre como Francisco Sánchez el Brocense y Fray Luis de León; Dante aportó el deslazamiento sirremático para las rimas al ojo. Señoras, señores: en poesía está todo inventado y todo por descubrir. Porque estamos siempre en un doble juego: si “a cada idea, su forma”, como demandó nuestro Manuel José Quintana, sabio y maltratado poeta, recordando a Horacio, quien a su vez reclamaba la autoridad de Aristóteles, cada forma consagrada (pensemos en la décima o el soneto) exige su prueba por diversos poetas para acreditar calidad. Pero no caigamos en la falacia de los reglamentistas, de los preceptistas tuertos o miopes: El soneto o la décima no pueden ser los crisoles donde se contraste la pureza y calidad de un poeta; son formas históricas, ambas hasta con fecha de nacimiento casi precisa. Por su lado, el verso libre, nacido de la necesidad de limpiar de escoria verbal los contenidos líricos, se llenó tan pronto de ripios y desmesuras que en algunas malas bocas no se distingue de la peor prosa conversacional. Y disponemos del poema en prosa, tan bien cultivado, tan disfrutado por algunos como vilipendiado por otros. Tiene el poema en prosa, frente al texto en verso, un juego distinto de melodía y velocidad; suele hablarse de él como dominio del ritmo de pensamiento; decir eso y no decir nada viene a ser lo mismo; pues la inmensa mayoría de los poemas en prosa que conozco no están articulados por un conjunto de ideas trabadas con una sintaxis que responda a una lógica especial y sometidas a la dinámica del concepto; antes bien, dominan los afectos y la sintaxis se acomoda a la producción de enunciados sugestivos en los que suele ser sacrificada la exposición nítida del pensamiento en pro de un patetismo casi siempre convulso y avasallador. Quien quiera probar cuanto digo, relea un soneto cualquiera de Góngora y un poema en prosa de Juan Ramón Jiménez o de Vicente Aleixandre. Por cierto: Góngora es el poeta español que más acentos suele embutir por verso medido; a más acentos, mayor presencia de palabras con plenitud de contenido semántico; a mayor contenido semántico, mayor concepto. En la plenitud semántica, subrayada por juegos de intensidades, reside casi toda la dificultad del maestro cordobés, que exige rigurosa formación; otros problemas se resuelven con un buen diccionario, una buena información.

A lo largo de mis años de escritura poética he tentado muchas formas, de las que he roto bastantes e innovado en no pocas. Tengo fama de versificador apegado a la tradición. Tal fama es injusta y responde a una competencia desleal por parte de algunos poetas que, conscientes de su falta de preparación, tienen que vituperar a quienes trabajamos en serio para hacerse ellos un cómodo hueco en el canon de la modernidad. Poetas coetáneos míos, considerados magistrales y con sobrado ingenio para otros menesteres, han venido al cabo de los años a dar por donde yo empecé; algunos, con sonetos trapaceros y serventesios al modo rubeniano, me resultan especialmente tristes, por su balanceo entre vacío de ideas y opresiones del corsé métrico; sordos de corazón, como escribió Don Miguel de Unamuno, no pasan de la mera reproducción del chinchín adquirido en lectura irrelevante, en la ejecución mecánica de poemas tomados por modelo y no desentrañados, con la humildad del aprendizaje, en su maravilloso decir.

Les queda el refugio de la metafísica y la cosmovisión. A lo primero no sé si debo contestar a la manera del rocín cervantino: “No puedo estar metafísico porque yo sí como”. A lo segundo, ¿cómo tener una visión inmutable de un mundo tan mudable como el que nos ha sido dado vivir? La memoria que tengo de mí muestra muy a las claras cuánto he mudado: lo mismo que hoy no quepo en el traje de la primera comunión tampoco el mundo que hoy vivo me cabe en los esquemas adquiridos en la infancia. No es que vaya quemando etapas: es que el mundo cambia y exige unas respuestas no menos cambiantes a sus mudanzas. Por aquí, más que por la analogía con determinadas composiciones musicales, creo que cabe explicar mi gusto por las variaciones, las mudanzas, las contrahechuras y las glosas a modo de acercamiento y expresión a unos temas cuya exposición desde un solo punto de vista ya supondría un no entenderlos, una relación superficial con el mundo y sus incitaciones que me colocaría fuera de él y de mí mismo. Los múltiples puntos de vista quizá también expliquen mi repugnancia a aceptar la poesía lírica como el solo modo de creación mediante la palabra. Admiro la épica, que intenté con Casi una fantasía; me encantan las fábulas, me fascina la dramática, me divierten las sátiras malévolas y no atadas a la moral vigente. Le pido a la poesía no tanto que ordene el cosmos cuanto que me lo haga más vividero. Así, me gustan los poetas que me confortan con su palabra y me reafirman en la convicción de que la mayor parte de mi prójimo es buena y de que todavía hay valores como la esperanza en la construcción de un futuro mejor para todos, el amor como fuerza regeneradora, la amistad como seguro ante los vaivenes de la fortuna y la salud, el arte como la vía perpetua de mejora personal y colectiva, valores, digo, por los que vale la pena vivir y asegurar la vida. Cambio de cosmovisión, sí: Cuando escribí Tigres en el jardín, el mundo me parecía bien hecho, sabía que el ser humano ha nacido para la muerte y que el hombre, “en muriendo, se acabó”, como se lee en Job, capítulo XIV, pero ese horizonte de muerte le daba a la vida un fulgor más rápido y gozoso en los momentos de plenitud. Hoy la muerte ajena —la propia no me preocupa— se me ofrece como una carnicería sin sentido, como un acto supremo de desprecio al prójimo, como una vejación anuladora de todo valor positivo; sin embargo, sigo en mi tarea de elaborar belleza con la palabra y de exaltar la belleza creada por mis semejantes, porque no podemos dejarles a las generaciones futuras la herencia tristísima del terror y la 34 explotación y la degradación física y moral en que estamos ahora instalados. De todos mis anhelos de juventud, uno persiste: Un día leí que Clemenceau propuso adquirir el conjunto de todas las “ninfeas” de Monet, que se ofrecería al pueblo francés como bálsamo para las heridas que sufrió en la Gran Guerra europea. El arte puro no como olvido del mundo sino como solución para sus males: ésa es la gran tarea, ésa es mi gran tarea: dar a los demás lo mejor de mí mismo de la mejor manera que sé hacerlo. Si vale poco, si mi poesía no logra la rara virtud de fundar una esperanza, una alegría, un consuelo, una certeza vital en algún corazón fraterno, sepan que se deberá a mi falta de talento, no a miseria moral o a noluntad en mi entrega.

Otura (Granada), Marzo del 2004




De las Conferencias sobre poética y poesía de la Fundación March. Allí se puede escuchar la audición sonora de la conferencia, así como el texto de presentación y la selección de poemas.

***


Proyecto de Edición Libro de notas

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Datos Bio-bibliográficos

Antonio Carvajal

Granada, España (1943)

Bibliografía escogida:
Casi una fantasia : 1963 , Editorial Universidad de Granada, 1976.
Testimonio de invierno, Hiperión, Madrid, 1990.
Miradas sobre el agua, Hiperión, Madrid, 1993.
Una perdida estrella (antología), Hiperión, Madrid, 1999.
Los pasos evocados, Hiperión, Madrid, 2004.


Enlaces:
Biografía, poemas
Artículos para docentes
Videos, grabaciones sonoras, textos
Poemas

Otras artes poéticas del autor:

Más información en la wikipedia: Antonio Carvajal

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