s.XX - Otros del s.XX - José Hierro: Reflexiones sobre mi poesía, 1982


Lo que voy a decir esta tarde sobre la poesía y sobre mi poesía no es nada nuevo. Ya en otras ocasiones lo he manifestado, bien en prólogos a mis poesías completas o en cualquier ocasión en que me he visto obligado a reflexionar sobre la creación lírica. Dejado esto claro, empezaré diciendo que quien lee a un poeta descubre mucho de éste, al tiempo que descubre mucho de sí. Y mucho de su tiempo. Porque el poeta es un hombre sometido a circunstancias temporales, zarandeado por los hechos, igual que los demás hombres. El poeta es una hoja más entre los millones de ellas que forman el árbol de su tiempo. Raíces comunes las alimentan. Por eso, lo que dice de sí mismo es válido para los demás. Lo único que distingue al poeta no es su mayor sensibilidad, sino su capacidad de expresión. Es una hoja que habla entre hojas mudas.

Estoy refiriéndome implícitamente a un tipo de poesía que desdeña la belleza abstracta, el poema como hermoso objeto fabricado, la evasión de la realidad circundante, y prefiere arraigar en la vida concreta.

Una poesía testimonial. El poeta de la belleza es como un perfume, algo de lo que se puede prescindir, lujo o vicio. El poeta testimonial es como un tónico, necesario para nuestra salud.
El primero es para tiempos felices y descuidados. El segundo para tiempos dramáticos. Los poetas de la posguerra teníamos que ser, fatalmente, testimoniales. Y ello no significa que si como creadores estamos condenados a la poesía testimonial, como lectores seamos incapaces de gustar la poesía de la belleza, escrita antes o ahora.

Entonces —afirmará alguno sacando conclusiones—, usted se inclina del lado de la poesía social. Contestaré, primero, como lector: me tiene sin cuidado el adjetivo que acompañe al nombre. Sólo pido que sea poesía (o que a mí me lo parezca). La contestación del autor ya requiere más matización, y me temo que la respuesta no resulte suficientemente clara. Y es que yo no entiendo bien qué quiere decirse cuando se habla de poesía social.

En el ámbito de la poesía de la vida —dejemos ahora aparte la poesía esteticista— hay dos puntos extremos: lo intimista y lo social. Por lo menos esto es lo que se viene repitiendo. La distinción, hecha a ojo de buen cubero, suele ser ésta: el poeta intimista es el que elabora la materia prima de sus experiencias singulares, en tanto que el poeta social interpreta sentimientos colectivos. El poeta intimista despierta en sus lectores el «yo»; el social, el «nosotros».

¿Pero hasta qué punto lo individual no viene condicionado por lo colectivo? ¿Acaso no existe un denominador común en cada época? ¿No ocurrirá que si yo hablo de mi amor, de mi alegría o mi tristeza, el lector traduzca nosotros, nosotros los enamorados, o los alegres, o los tristes? ¿No pertenece mi concepto de las cosas a la misma sociedad que lo conformó? Un noventa y nueve por ciento de lo que pensamos, sentimos o expresamos es patrimonio común: cuando el poeta habla de sí mismo, está hablando de los demás, aunque no quiera.

No se trata entonces de que la poesía baraje plurales, sino de la índole de estos plurales. Social hace referencia a la sociedad, a las agrupaciones históricas, a las colectividades formadas por razones económicas, geográficas, políticas, etc. Poesía social será la que se refiera a un nosotros circunstancial, creado por determinadas condiciones materiales que un día desaparecerán al transformarse la sociedad. El poeta, partícula de ese sujeto colectivo, hará poesía social al referirse a los hombres sometidos a esa circunstancia transitoria. De estas estructuras transitorias que la sociedad ha creado, acaso ninguna tan caracterizada como las clases.

Caracterizando con brocha gorda, podríamos decir con burdo esquematismo que un poema a un minero (en cuanto símbolo de todos los mineros) pertenece sin discusión a la poesía social. Un poema a un enamorado (aunque en él se simbolice a todos los enamorados) no es un poema social. Prescindamos de imaginar situaciones intermedias: si un poema a un minero enamorado cae a uno u otro lado de la frontera.

Sigamos ejemplificando el razonamiento. Si todos los mineros pertenecen a una clase, no es menos cierto que los miembros de los consejos de administración de las compañías mineras pertenecen a otra. Entonces, ¿un poema en que se hable de éstos sería poesía social? La respuesta a esta extravagante pregunta no creo que admita duda: sería poesía social si defiende al minero contra el consejo de administración; no lo sería en caso contrario. Esto nos aclara, por deducción, otra de las características de la poesía social: su sentido ético, su afán de justicia, su solidaridad con el oprimido, su clamor contra el opresor.

Parece que ya estamos pisando terreno firme, pero tampoco es así. Imaginemos que el poeta que clama contra la injusticia lo hace sobre la base de que las clases dominantes han transgredido las enseñanzas evangélicas.

El minero debe dirigirse a Dios pidiéndole que encienda la llama de la caridad en el corazón de los consejeros. El poema que parecía social ha resultado religioso.

De manera que, según eso, sólo podemos afirmar si el poema es social cuando se declara religioso o político, de cualquier religión o de cualquier política. Si el poema se limita a la mera denuncia, la solución tendrá que estar, por lo visto, fuera del poema: en lo que sabemos que es su autor.

Admitiendo que lo que he dicho hasta aquí no pase de ser un esquema caricaturesco, extremado, pero verdadero —y yo lo creo—, no es admisible que la condición de social esté sometida, en último grado, a la filiación política o al credo religioso del poeta. Por eso yo prefiero hablar de poesía «testimonial». El poeta denuncia. Es testigo de la defensa o de la acusación. Hasta quien expone sus íntimos sentimientos melancólicos está denunciando a los que le hicieron infortunado. Con límites no demasiado precisos, aunque sí suficientemente claros, yo encasillo a los poetas en estetas (el hombre a solas con la belleza), testimoniales (los que dan testimonio de su tiempo desde el «yo» o desde el «nosotros»), políticos (los que al testimonio añaden soluciones concretas desde el punto de vista de una doctrina política) y religiosos (el hombre frente a Dios). Cuatro grandes grupos que, como las razas, admiten infinidad de subgrupos y matizaciones. Y no olvidemos que un mismo poeta puede hacer, en etapas sucesivas de su vida o en horas distintas del mismo día, poesía que pertenezca a grupos distintos. No olvidemos tampoco que estas calificaciones personales son modificadas por el radio de
acción —amplio o restringido, popular o minoritario— de cada obra.

Larga ha sido la digresión, al cabo de la cual no ha quedado bien determinada la frontera de la poesía testimonial, en la cual me incluyo. Testimonial, puede que pregunte alguno, ahora desde lo externo, ¿equivale a poesía que desdeña la belleza formal? En absoluto. La poesía verdadera, sea cual sea el adjetivo que la matice, no puede prescindir de la belleza de la palabra. Pero no entendemos por belleza recargamiento, énfasis, imaginería, empleo de materias verbales preciosas, sino precisión poética, adecuación de la forma al fondo. No existen, a efectos poéticos, palabras bellas y feas, sino palabras oportunas y otras que no lo son dentro del poema. (Una columna dórica sería un disparate trasladada a la catedral de León; treinta kilos es un peso monstruoso para un brillante, ridículo para un caballo).

La forma modela, contiene exactamente el fondo, como la piel al cuerpo humano. En el poema, fondo y forma son inseparables. Si el fondo desborda a la forma poética, estamos en la prosa; si la materia verbal ahoga con su grasa al fondo, caemos en la retórica, entendida esta palabra en su sentido peyorativo. Cada fondo tiene su forma justa, que por justa ya es bella.

Conviene aquí hacer una aclaración. No se identifique «fondo» con «tema». Fondo es, para mí, un tema concebido por una personalidad singular. De no entenderlo así, llegaríamos a la conclusión de que sólo existe un ganador en una carrera. El tema, valiéndonos de un símil geométrico, es como una recta horizontal.
El poeta es un punto situado fuera de la línea.

El poema perfecto es la recta que une, perpendicularmente, el punto-poeta con la horizontal-tema.

De ahí que existan tantos poemas posibles sobre un tema como poetas existan. De ahí también que se frustren los poemas cuando el poeta desciende no perpendicularmente, sino oblicuamente. Y porque los puntos pueden estar más o menos próximos a la línea del tema, coexisten poesías ricas de palabras o avaras de ellas, según sea mayor o menor el recorrido que el poema haya de hacer. Lo importante es siempre esa línea del poema que baje, sin desviaciones, siguiendo el camino más corto. Y no se objete, superficialmente, que el camino más corto es el de la prosa. Precisamente el don inestimable de la poesía es que dice más con menos palabras. Y, sobre todo, como agudamente escribía Pedro Salinas, la poesía dice y hace: hace lo que dice.

Haciendo un alto en estas reflexiones, voy a leer dos poemas que pueden incluirse dentro de la poesía que he llamado social: Reportaje y Réquiem.

Reportaje

Desde esta cárcel podría
verse el mar, seguirse el giro
de las gaviotas, pulsar
el latir del tiempo vivo.
Esta cárcel es como una
playa: todo está dormido
en ella. Las olas rompen
casi a sus pies. El estío,
la primavera, el invierno,
el otoño, son caminos
exteriores que otros andan:
cosas sin vigencia, símbolos
mudables del tiempo. (El tiempo
aquí no tiene sentido).

Esta cárcel fue primero
cementerio. Yo era un niño
y algunas veces pasé
por este lugar. Sombríos
cipreses, mármoles rotos.
Pero ya el tiempo podrido
contaminaba la tierra.
La yerba ya no era el grito
de la vida. Una mañana
removieron con los picos
y las palas la frescura
del suelo, y todo —los nichos,
rosales, cipreses, tapias—
perdió su viejo latido.
Nuevo cementerio alzaron
para los vivos.

Desde esta cárcel podría
tocarse el mar; mas el mar,
los montes recién nacidos,
los árboles que se apagan
entre acordes amarillos,
las playas que abre al alba
grandes abanicos,
son cosas externas, cosas
sin vigencia, antiguos mitos,
caminos que otros recorren.
Son tiempo
y aquí no tiene sentido.
Por lo demás todo es
terriblemente sencillo.
El agua matinal tiene figura de fuente…
                        (Grifos
al amanecer. Espaldas
desnudas. Ojos heridos
por el alba fría). Todo
es aquí sencillo,
terriblemente sencillo.
Y así las horas. Y así
los años. Y acaso un tibio
atardecer del otoño
(hablan de Jesús) sentimos
parado el tiempo. (Jesús
habló a los hombres, y dijo:
«Bienaventurados los pobres de espíritu»).
Pero Jesús no está aquí
(salió por la gran vidriera,
corre por un risco,
va en una barca, con Pedro,
por el mar tranquilo).
Jesús no está aquí.
Lo eterno se desvae, y es lo efímero
—una mujer rubia, un día
de niebla, un niño tendido
sobre la yerba, una alondra
que rasga el cielo—, es lo efímero
eso que pasa y que muda
lo que nos tiene prendidos.
Sed de tiempo, porque el tiempo
aquí no tiene sentido.

Un hombre pasa. (Sus ojos
llenos de tiempo). Un ser vivo.
Dice: «Cuatro, cinco años… ».
Como si echara los años
al olvido.
Un muchacho de los valles
de Liébana. Un campesino.
(Parece oírse la voz
de la madre: «Hijo,
no tardes», ladrar los perros
por los verdes pinos,
nacer las flores azules
de abril…).
              Dice: «Cuatro, cinco,
seis años…», sereno, como
si los echase al olvido.

El cielo, a veces, azul,
gris, morado o encendido
de lumbres. Dorado a veces.
Derramado oro divino.

De sobra sabemos quién
derrama el oro, y da al lirio
sus vestiduras, quién presta
su rojo color al vino
vuela entre nubes, ordena
las estaciones…
                        (Caminos
exteriores que otros andan).
Aquí está el tiempo sin símbolo
como agua errante que no
modela el río.
Y yo, entre cosas de tiempo,
ando, vengo y voy perdido.
Pero estoy aquí, y aquí
no tiene el tiempo sentido.
Deseternizado, ángel
con nostalgia de un granito
de tiempo. Piensan al verme:
«Si estará dormido… ».
Porque sin una evidencia
de tiempo, yo no estoy vivo.

Desde esta cárcel podría
verse el mar —yo ya no pienso
en el mar—. Oigo los grifos
al amanecer. No pienso
que el chorro me canta un frío
cantar de fuente. Me labro
mis nuevos caminos.

Para no sentirme solo
por los siglos de los siglos.



Réquiem
(Cuanto sé de mí, 1957)

Manuel del Río, natural
de España, ha fallecido el sábado
11 de mayo, a consecuencia
de un accidente. Su cadáver
está tendido en D’Agostino
Funeral Home. Haskell. New Jersey.
Se dirá una misa cantada
a las 9.30 en St. Francis.
Es una historia que comienza
con sol y piedra, y que termina
sobre una mesa, en D’Agostino,
con flores y cirios eléctricos.
Es una historia que comienza
en una orilla del Atlántico.
Continúa en un camarote
de tercera, sobre las olas
—sobre las nubes— de las tierras
sumergidas ante Platón.
Halla en América su término
con una grúa y una clínica,
con una esquela y una misa
cantada, en la iglesia St. Francis.
      Al fin y al cabo, cualquier sitio
da lo mismo para morir:
el que se aroma de romero
el tallado en piedra o en nieve,
el empapado de petróleo.
Da lo mismo que un cuerpo se haga
piedra, petróleo, nieve, aroma.
Lo doloroso no es morir
acá o allá...
                  Réquiem aetérnam,
Manuel del Río. Sobre el mármol
en D’Agostino, pastan toros
de España, Manuel, y las flores
(funeral de segunda,
caja que huele a abetos del invierno),
cuarenta dólares. Y han puesto
unas flores artificiales
entre las otras que arrancaron
al jardín… Libérame Dómine
de morte aeterna
... Cuando mueran
James o Jacob verán las flores
que pagaron Giulio o Manuel…
Ahora descienden a tus cumbres
garras de águila. Dies irae.
Lo doloroso no es morir
Dies illa acá o allá,
sino sin gloria… Tus abuelos
fecundaron la tierra toda,
la empapaban de la aventura.
Cuando caía un español
se mutilaba el universo.
Los velaban no en D’Agostino
Funeral Home, sino entre hogueras,
entre caballos y armas. Héroes
para siempre. Estatuas de rostro
borrado. Vestidos aún
sus colores de papagayo,
de poder y de fantasía.
Él no ha caído así. No ha muerto
por ninguna locura hermosa.
(Hace mucho que el español
muere de anónimo y cordura,
o en locuras desgarradoras
entre hermanos: cuando acuchilla
pellejos de vino derrama
sangre fraterna). Vino un día
porque su tierra es pobre. El mundo
Libérame Dómine es patria.
Y ha muerto. No fundó ciudades.
No dio su nombre a un mar. No hizo
más que morir por diecisiete
dólares (él los pensaría
en pesetas) Réquiem aetérnam.
Y en D’Agostino lo visitan
los polacos, los irlandeses,
los españoles, los que mueren
en el week-end.
                  Réquiem aetérnam.
Definitivamente todo
ha terminado. Su cadáver
está tendido en D’Agostino
Funeral Home. Haskell. New Jersey.
Se dirá una misa cantada
por su alma.
                  Me he limitado
a reflejar aquí una esquela
de un periódico de New York.
Objetivamente. Sin vuelo
en el verso. Objetivamente.
Un español como millones
de españoles. No he dicho a nadie
que estuve a punto de llorar.

No sé hasta qué punto puede encajar mi poesía entre las sociales químicamente puras. Probablemente parezca demasiado intimista para ser llamada social. Pero también es verdad lo contrario: que más de una vez se me ha dicho que era demasiado social para ser intimista. Lo cierto es que no me he propuesto, a priori, hacer éste o aquel tipo de poesía: salió lo que salió, muchas veces algo totalmente distinto de lo que pretendía. La verdad es que me preocupa poco la cuestión de su encasillamiento, poco la licitud o la ilicitud, modernidad o vejez del asunto tratado. La honestidad de mi poesía —no su valor— reside en el hecho de que he escrito siempre para mí. Pero ¡cuidado!, que escribir para uno no significa escribir para que los demás no le entiendan, como ciertos fareros de las torres de marfil. El poeta tampoco puede escribir sólo para que le entiendan los demás: escribe para entenderse a sí mismo, que es la única manera de que puedan entenderlo los otros, ya que somos una porción de esos otros. De la misma manera que se acepta que sólo es universal y eterno el que es local y muy de su tiempo, ha de aceptarse que sólo puede hablarse a los demás cuando se habla para uno mismo. Pero antes hay que haber vivido entre los demás. De ellos procedemos y a ellos fatalmente hemos de volver a través de la poesía, que es lo más noble que el ser humano puede ofrecer a los demás.

Antes de seguir adelante voy a leer dos poemas más, distintos, al menos en procedimiento, a los anteriormente leídos: La fuente de Carmen Amaya y La casa.

La fuente de Carmen Amaya

No el mar, sino esta fuente junto al mar.
Y la ciudad, detrás. (Qué importa la ciudad.
La ciudad era tiempo: primero, Roma y sus murallas,
y sucesivamente, peces de barras rojas en el lomo,
rejerías y ojivas, el poderío de las naves
de la Corona de Aragón.
Más tarde, un diálogo de humos).
La ciudad era un diálogo de aguas
—la fuente, el mar—; la vida, un diálogo de aguas,
una chiquillería desnudita y morena.
Y un griterío, un amontonamiento
en aquel aire cálido.
Y olor a hogueras, que no tienen tiempo.
Y nada más que ojos oscuros
para mirar, mirar, mirar…
Esto ocurría en lo que llaman,
los que no son de nuestra raza, pasado.
De noche me acercaba a las olas.
Las olas no ocultaban ruiseñores
como el agua del cántaro que yo apoyaba en la cadera.
De noche, entre las olas, de cara al tiempo congelado,
sonaba el mar a hojas de otoño, pisoteadas por los pájaros.
Ceñía mis tobillos de diamantes.
Allí era el reino del vaivén, del ritmo,
de lo eterno acunado. El mar tampoco,
como si fuera de mi raza, se encadenaba al tiempo.
Sonaba en mis oídos el ruiseñor del agua de la fuente,
oía los rumores del mundo. Mi sangre era el mar mismo.
Me contagiaba de su movimiento.
Me enseñaban sus olas a no morir jamás.
Lo sin tiempo es la muerte. Y aquello, el ritmo,
el tiempo vivo, pero detenido; algo que no conoce
ni principio ni fin, que no parte ni llega.
Era el mar y la fuente junto al mar.
Y entre los dos estaba yo.
Igual que ahora, nuevamente unidos.
Cuántos racimos de años habrá exprimido el mar.
Por cuántos sitios —horas y lugares, qué sé yo—, lo que dicen
países, he llevado el centelleo de la espuma,
el oleaje de la llama…
Es posible que yo parezca diferente.
También quizá la fuente parezca diferente a los demás.
Yo no lo sé. Juntos estamos el mar, la fuente, yo.
Vinieron las autoridades,
artistas, periodistas, gentes que leen mi nombre en los periódicos.
Me dijeron que era mía la fuente
(cómo podían darme lo que era mío, mi vida, el mar, las nubes).
No pudieron matar mi vida, restituirme al tiempo,
cuando hablaban y hablaban del ayer, la gitana
de Somorrostro, y otra vez aquello del arte y de la gloria,
y más palabras sin sentido
que siguen pronunciando mientras me acerco hasta mi fuente,
y adorno mis muñecas con sus helados brazaletes,
y humedezco mis sienes, mezclo sus aguas con mis lágrimas.
Porque ahora pienso que he olvidado el cántaro,
y la tarde se queda sin ruiseñor que la ilumine,
y tengo miedo de volver sin agua,
y yo no sé dónde está el cántaro y mi madre me va a reñir
porque a ver cómo vamos a guisar,
a lavar la ropita de los niños…
Y yo no sé qué le diré para que pueda comprenderlo.


La casa

Esta casa no es la que era.
En esta casa había antes
lagartijas, jarras, erizos,
pintores, nubes, madreselvas,
olas plegadas, amapolas,
humo de hogueras…
                               Esta casa
no es la que era. Fue una caja
de guitarra. Nunca se habló
de fibromas, de porvenires,
de pasados, de lejanías.
Nunca pulsó nadie el bordón
del grave acento: «Nos queremos,
te quiero, me quieres, nos quieren…».
No podíamos ser solemnes,
pues qué hubieran pensado entonces
el gato, con su traje verde,
el galápago, el ratón blanco,
el girasol acromegálico…

Esta casa no es la que era.
Ha empezado a andar, paso a paso.
Va abandonándonos sin prisa.
Si hubiera ardido en pompa, todos,
correríamos a salvarnos.
Pero así, nos da tiempo a todo:
a recoger cosas que ahora
advertimos que no existían;
a decirnos adiós, corteses;
a recorrer, indiferentes,
las paredes que tosen, donde
proyectó su sombra la adelfa,
sombra y ceniza de los días.
Esta casa estuvo primero
varada en una playa. Luego,
puso proa a azules más hondos.
Cantaba la tripulación.
Nada podían contra ella
las horas y los vendavales.
Pero ahora se disuelve, como
un terrón de azúcar en agua.
Qué pensará el gato feudal
al saber que no tiene alma;
y los ajos, qué pensarán
el domingo los ajos, qué
pensarán el barril de orujo,
el tomillo, el cantueso, cuando
se miren al espejo y vean
su cara cubierta de arrugas.
Qué pensarán cuando se sepan
olvidados de quienes fueron
la prueba de su juventud,
el signo de su eternidad,
el pararrayos de la muerte.
Esta casa no es la que era.
Compasivamente, en la noche,
sigue acunándonos.

Volviendo a reflexionar sobre mi poesía, debo decir aquí que hasta la publicación de mi primer libro escribí muchas poesías sin ninguna personalidad. Eran calcos involuntarios de los poetas del 27. Un día, en 1944, encontré el «tono», lo personal. No significa esto que ahora esté libre de influjos. La tradición y el ambiente son los que nos forman, y para mí lo personal consiste en una manera peculiar de combinar lo ya existente. Nadie inventa nada.

El lector advertirá que mi poesía sigue dos caminos. A un lado, lo que podemos calificar de «reportaje». Al otro, las «alucinaciones». En el primer caso trato, de una manera directa, narrativa, un tema. Si el resultado se salva de la prosa, ha de ser, principalmente, gracias al ritmo, oculto y sostenido, que pone emoción en unas palabras fríamente objetivas. Ejemplo de ello son los dos primeros poemas leídos. En el segundo de los casos, todo aparece como envuelto en niebla. Se habla vagamente de emociones, y el lector se ve arrojado a un ámbito incomprensible, en el que le es imposible distinguir los hechos que provocan esas emociones. A él se refieren los poemas «La fuente de Carmen Amaya» y «La casa».

En general, mi poesía es seca y desnuda, pobre de imágenes. La palabra cotidiana, cargada de sentido, es la que prefiero. Para mí, el poema ha de ser tan liso y claro como un espejo ante el que se sitúa el lector. Del lado de allá está el poeta, al que el lector ve cuando cree que se está mirando a sí mismo. Me importa que un poema mío sea recordado por el lector no como poema, sino como un momento de su propia vida, al igual que ocurre con ciertos personajes de novela que, pasado el tiempo, no sabemos si son reales o invenciones del autor. Es frecuente que los versos aparezcan encabalgados en mi poesía. He pensado alguna vez sobre ello, y creo que este juego de concepto frío y ordenado y de verso y ritmo encrespado crean una especie de conflicto interior que el lector puede percibir. Un conflicto dramático entre orden mental y turbulencias del sentimiento.

No creo en los versos de belleza aislada. Supedito todo al efecto general del poema. Pienso que éste ha de ser una arquitectura firmemente organizada, y que cada verso prepara el siguiente y recoge algo del anterior. Si la poesía es arte del tiempo, no del espacio, este orden temporal ha de ser cuidadosamente regido. De ahí las reiteraciones, que van teniendo distinto sentido conforme el poema avanza.

A continuación voy a leer, y con esto termino, cinco poemas en prosa que, con el título genérico de Cabezas, han servido para ilustrar literariamente cinco litografías sobre cabezas del pintor Barjola. De las litografías y de estos poemas se ha hecho, conjuntamente, una edición reducida para bibliófilos: Cabezas I, Cabezas II, Cabezas III, Cabezas IV y Cabezas V.


Cinco cabezas
I
ESTA CABEZA HA ROZADO LOS LECHOS DE TODOS los ríos. Ha rodado por los siglos de los siglos, esta cabeza rodada, canto rodado, tajada por un rayo de espada para purificarle, en Asiria, en la Europa de la Guerra de los Cien Años, en la selva amazónica. La secaron los soles del desierto, la royeron los buitres, la pulimentó la intemperie. Esta cabeza fue arrancada de un beato mozárabe, de una Danza medieval de la Muerte, obispo, rey, guerrero, siervo. La arrancó de su lugar exacto una mano del otro lado de la vida. La capturó un muerto, un ángel, alguien que la miraba y la representaba desde el lado de allá de la laguna, igual que la contemplan los muertos, los que ya son materia pura, agua de ruiseñores, cristal de brisas, lágrima de estrella, los que ven a los vivos como podredumbre y horror. Alguien la ha visto igual que la veremos cuando nos muramos, como hervor repugnante. Nos la ha representado con la amarga clarividencia del moralista que redacta, para alertarnos, una guía de descarriados. Y ahora no podemos saber si es una víctima contemplada por su verdugo; si es una víctima que se mira a sí misma en el espejo de la muerte. Esta cabeza viene rodando sobre las piedras de los ríos. Se ha ido astillando poco a poco durante el viaje interminable. Y aún le faltan muchos siglos errantes para llegar a su final, para no alcanzar nunca su final. Esta cabeza se ha cubierto de ceniza de campana, de párpados de ascua. Es una fruta mineral, aletazo de fiebre, amarillez de calavera. Todo esto no ha ocurrido nunca. No va a ocurrir nunca, porque aquí, en el lado de acá de la laguna, no existe el tiempo, no existe la piedad. Podemos contemplar con indiferencia las figuras del otro lado del espejo. Con la misma indiferencia con que vemos sufrir al morado, al rojo, al verde; con que escuchamos las risas del amarillo o del celeste. Esta cabeza ha rodado, ha rozado, los lechos de los ríos. Es una larga nota de violonchelo que dura, y dura, y dura y nos da la impresión de una gaviota, inmóviles las alas, congelada en el aire. Una nota que se ha liberado de las cárceles del tiempo, se ha hecho espacio. Esta cabeza es sólo espacio, dolor de morado o verde, lágrima de amarillo, canto rodado, cabeza rodada, descolorida, tajada por un rayo de espada purificadora y piadosa.


II
ESTA CABEZA HA SABOREADO LICORES NEGROS, ha mordido panes amargos, frutos podridos. Esta cabeza ha lamido cantiles arañados por las uñas crujientes de las olas. El cielo ya no estaba. Las tempestades asfixiaban con sus tentáculos, liberaban sus truenos negros, flechaban con sus relámpagos. Sucedió esto en los mares de hierro, en el vaivén herrumbroso donde esta cabeza agonizaba sin que jamás le llegase la muerte definitiva. La madera de la embarcación sonaba a huesos aplastados por el oleaje de bronce. Esta cabeza ha sido suspendida por una soga del palo mayor. Es la cabeza que vivía pendiente del grillo embarcado en la costa española, y al que pedía que cantase, que le atrajese un poco de la respiración de las playas. Pero el grillo no cantaba. Las estrellas bajaban, al crepúsculo, a dar miga de pan mojada en vino al grillo silencioso. Y aquella gota de noche cristalizada seguía sin cantar. Pero lo hizo cuando llegó hasta él la tibieza del litoral. Y con el canto del grillo recordó toda la marinería. Pero esta cabeza, pendiente de una soga de pus, no pedía sonreír, aunque oyese la mágica música de élitros. Esta cabeza, que había comido espinas, arena, óxidos, ceniza, desgarrada por zarzas y cardos, hediendo podredumbre, no podía sonreír. Vio, abajo, sus propios brazos soldados al remo. Escuchaba su jadeo, se dolía del latigazo rojo del cómitre. Esta cabeza sufriente saboreó elixires que el aire transportaba en sus dedos transparentes. Saboreó la sal que el mar doraba con sus llamaradas verdes, con sus cárdenos fuegos fatuos. Otra vez el sabor de la vida, como en las cárceles de Su Majestad, como en la selva de reptiles y ciénagas, como en las cumbres, ataviadas de cotas de nieves, de volcanes domados. Al fin, todos se fueron, abandonaron el navío silencioso, hervidero de insectos de oro, catedral de la desolación. Se fueron dejando huellas en la brisa. Un tambor, un yunque, un mosquete —quién sabe qué— medía con sus campanadas, paulatinamente adelgazadas, silenciosas hasta el terciopelo, la reverberación del sol poniente. Y esta cabeza se reclinó en el regazo de la sombra, saboreó su vida, lamió sus llagas, ya sin fuerzas para volver a comenzar, desde los corales que se alzaban marchitándose a la luna desde la helada habitación verde salpicada de diamantes.

III
ESTA CABEZA HA OÍDO HISTORIAS MARAVILLOSAS, como la de los porqueros que deshincharon sus cerdos, los plancharon, los plegaron, los colocaron ordenadamente en sus zurrones, y montados en pequeñas nubes grises cabalgaron hacia Occidente esquivando olas, esquivando estrellas, y durante el viaje las nubes fueron tomando forma de caballos sin patas. Al llegar, hicieron patas para sus caballos de la madera de unos árboles que jamás habían visto hasta entonces. Luego volvieron a hinchar sus cerdos, caminaron atravesando ríos, y llegaron a una ciudad cuyas casas eran de oro y de plata. Allí vendieron sus piaras y casaron con las hijas de los reyes. Esta cabeza ha oído historias maravillosas. Como la del pescador que planta un ciprés cuando nace una hija y lo cortan cuando se casa para que sirva de mástil de la embarcación en la que se irá con su marido. Historias maravillosas como la del que se propuso asesinar al rey de un país lejano, y cabalgó bajo el sol y la luna, y un día halló a otro jinete que llevaba el mismo rumbo, y compartieron los alimentos, y conversaron bajo el sol y la luna, pero el malhechor no habló de la razón de su viaje hasta que llegaron a las puertas de la ciudad en que el rey tenía su palacio, y entonces dijo: &,laquo;Amigo, no es conveniente que te vean conmigo; vengo a matar al rey de este país y, si me cogen, te ahorcarían también a ti, considerándote mi cómplice». Y entonces, su amigo inclinó la cabeza y dijo: &,laquo;Cumple tu propósito, pues yo soy el rey&,raquo;. Y el malhechor abrazó al rey, que ya era su amigo, y regresó a su país. Esta cabeza recuerda historias maravillosas. Hay otras historias que la han ido tallando lentamente. Están escritas sobre su piel, pero no las recuerda. Como la de los niños que entraban en unos recintos para ser duchados con gas. Como la del preso, en aquella cárcel de diciembre glacial, enfermo de fiebre, con el que sus compañeros dormían por turno para librarse del frío. Como la del que… como la del que… como la del que… Esta cabeza ha oído historias maravillosas e historias estremecedoras. Historias estremecedoras que han modelado horriblemente su rostro, pero que no recuerda. Sólo recuerda las historias maravillosas. Son las que le permiten seguir viviendo todavía.

IV
ESTA CABEZA HA VISTO, HA SIDO, SOL DE PIEDRA rojiza, luna amarilla de agua sobre la tapia de cal, de adobe. Ha visto candiles de aceite que buscaban en la noche la moneda perdida por los rincones, la última moneda de cobre. Ha visto los niños de la anemia, los cardos, las espinas, los alacranes de septiembre en Torre de Miguel Sesmero, los galeones de la trilla, los vareadores del aceite, los serones del vino, las cabras del erial. Esta cabeza ha visto guerras y guerripaces, clavos, garfios, sogas de sangre, ha estado acosada de chumberas, de higueras y de pitas (cómo queréis que sea mañanicas floridas, gitanicos que vienen con la varita en la mano, cómo queréis, esta cabeza de leña, de corteza, de hueso que se desnudó sufriendo), esta cabeza estoqueada en la plaza de toros, en la plaza mayor, plaza de pana, de pan, tomate, navaja, agonía y esparto. Ha sido, esta cabeza ha sido, dentadura mellada, quijada de marfil amarillo en el zaguán del hambre, el odio, la pena, la desolación. Ha visto reatas de amaneceres con escarcha, collares de mediodías de zumbido, cadenas de noches con su diosa peluda y herrumbrosa cabalgando el heráldico gorrino de cerdas negras. Por la penumbra azul de la pitarra, con el costado herido, el río transcurría desangrándose, el padre río con arrugas en la frente, con sus brazos de fango que acunaban a los muertos. Ha visto, pardo y negro, el parpadeo de la tormenta. Pardo y negro, duro, todo barro cocido, harapos de barro botijo, tinaja, lebrillo, barro mendigo de la lumbre, barro de la espadaña con su cigüeña de ceniza, sus estrellas de hierro, sus lágrimas de hiel, huérfanas de los ojos que fueron su origen. Esta cabeza ha sido tallada por los días y las estaciones hasta su forma definitiva de máscara de cáñamo. Ha regresado del exilio del espanto, prendida a sus pies la sombra del espanto, inseparable compañera. Esta cabeza, lázara clavada a su podredumbre, oficia su rito de cuero, su ceremonia de llama negra; es una ceremonia inventada cada vez, porque esta cabeza no recuerda, no proyecta: vive en una mazmorra que está fuera del tiempo, y allí espera, allí espera otra nada. Esta cabeza ha visto, y ya no ve; ha visto y ya no quiere ver tanto camposanto de astillas de guitarra.

V
ESTA CABEZA HA OLIDO SANGRE. HACE TIEMPO de eso. Y aún puede cerrar los ojos, dormir, dormir, no oler la sangre. Puede dormir sin que la sangre hecha cristales le saje los ojos. Hace ya tiempo de eso, con viento helado, bajo los astros lúgubres. Puede dormir. El viento entre las cafias, el grillo, la chicharra, no le dejan oír los gritos de terror, de desesperación, de desafío. Cuando se mira las manos de pólvora y de sangre no verá en ellas negro y ocre, pardo y oro, huellas de dientes que se adentran en el túnel. Esta cabeza no huele sangre, sino caramelo, merengue, chocolate del nietecillo, cara de pájaro pícaro, que ha llegado volando a que le cuente una vez más lo de las hadas y los príncipes, lo de los peces y los dragones. Esta cabeza ha olido pólvora y sudor muy frío. Caín uno tras otro, vestidos de escarcha y estertor, blasfemia, llanto, miedo. Y esta cabeza no dejaba de oler sobre la nuca húmeda, y funcionariamente disparaba sin siquiera cerrar los ojos. Ya no huele aquellas madrugadas junto a la tapia blanca y lívida del alba. Hace tiempo de eso. Tanto que cuando cierra los ojos esta cabeza de granito, de harapo y surco, de ojos cautivos en las telarañas de la vejez, puede dormir. Acaricia la mano del nieto, y esa tibieza le regresa al cereal, a la moza, a la cabra, no a la culata de madera, al acero. Esta cabeza está multiplicada en cientos, miles de ojos turbios, ojos de agua estancada, de nube. No sabe que en unos ojos ha quedado grabada para la eternidad. Esta cabeza, grabada para siempre, congelada en unas pupilas empañadas. Fija allí, esta cabeza, como una pisada sobre el barro. Aquellos ojos se han disuelto para siempre. La lluvia los lleva en sus alas hasta el reino de las raíces. Y aún siguen descendiendo hacia lo oscuro y silencioso. Continúan hundiéndose en la negra marea, tintineando como campanas de musgo, como élitros de espanto. Continúan mirando, tratando de precisar los rasgos de esta cabeza que vieron en la sombra. Y esta cabeza va haciéndose, con el tiempo, más precisa, más nítida. Empieza ya a ser nebulosa. Se solidifica, se perfila, hasta ser el de entonces, el de aquel tiempo. Porque ha pasado mucho tiempo, suficiente para olvidar aquel olor de sangre, aquel olor de horror. Suficiente para que esta cabeza pueda cerrar sus ojos, dormir, dormir. Corroborando que Dios es su beleño.



Conferencia pronunciada por José Hierro en la Escuela Universitaria de Formación del Profesorado de E.G.B. «Santa María» (Universidad Autónoma de Madrid) el día 16 de diciembre de 1982.
En Centro Virtual Cervantes.

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Proyecto de Edición Libro de notas

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Datos Bio-bibliográficos

José Hierro

(Madrid, 1922-2002)
Bibliografía escogida:
Cuanto sé de mí, 1957.
Libro de las alucinaciones, 1964.
Agenda, 1991.
Antología poética (1936-1998), 1999.
Cuaderno de Nueva York, Hiperión, 1998.
Enlaces:
Biobibliografía
Biografía, poemas

Otras artes poéticas del autor:

Más información en la wikipedia: José Hierro

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