s.XX - Modernismo (y 98) - Leopoldo Lugones: Introducción, 1897


Es una gran columna de silencio y de ideas
En marcha.
               El canto grave que entonan las mareas
Respondiendo a los ritmos de los mundos lejanos;
El rumor que los bosques soberbiamente ancianos
Dan, como si debajo de largas sepulturas
Sintiéranse crujidos de enormes coyunturas;
Las sordas evasiones de las razas, que arroja
El heroísmo nómade a la vendimia roja.

El ¡han! de los supremos designios, que se escucha
en el postrer hachazo que acabará la lucha,
Ya sea que se trate de un cedro o de un gigante;
Las torres que no alcanza con su talón triunfante
La horda: el trájico viento de las batallas:
                              todo
Lo que es grande, o solemne, o heroico de algún modo,
—Clamores de conquistas, rumores de mareas—
Ya en esa gran columna de silencio y de ideas
Que el poeta ve alzarse desde las hondas grutas.
¡El Sol es su vanguardia!
               —Por las eternas rutas
Que accidentan la historia, van los pasos enormes,
Es un largo desfile de tinieblas informes

Mas, dominando aquella procesión tenebrosa,
El alba se levanta como una húmeda rosa
Cuyos pétalos caen en una lluvia de oro.
El poeta apostrofa con su clarín sonoro
A la columna en marcha; lo que dice, resuena
Como el flujo de bronce de una hornalla harto llena.
Tan fuertes son sus alas, que aquel ser de ancho aliento
Parece que en los hombros lleva amarrado el viento.
Es el gran luminoso y es el gran tenebroso.
La rubia primavera le elige por esposo.
Él se acuesta con todas las flores de las cimas.
Las flores le dan besos para que él les dé rimas.
El sol le dora el pecho, Dios le sonríe —apenas
Hay nada más sublime que esas sonrisas, llenas
De divinidad, que hacen surgir sobre la oscura
Silueta de los montes una inmensa blancura
Zodiacal—. Forja el hierro de su peto y su casco
La Paciencia en los yunques de una ideal Damasco,
Y el silencio custodia la hoguera donde amasa
Con bronce y sombra el verbo que templarán en la brasa.

A fin de que los hombres alcancen con sus bocas
Su oreja, enormemente sentado entre dos rocas
Como un afable cóndor los escucha; y los hombres
Creen que están a un mismo nivel almas, y nombres,
Y cabezas. Los grandes hombres y las montañas
Es forzoso que siempre estén en pie. Extrañas
son las voces del antro a la cumbre. La oruga
Que esconde entre las hierbas su imperceptible fuga,
Ve al águila y opina: «¡Eres un ser monstruoso,
Águila!» —En cambio, el águila no ve a la oruga. Hermoso
Y divino es el cielo porque es indiferente
A las nubes que le hacen mal. El cielo es la frente
De Dios, sobre la eterna serenidad suspensa:
Cuando se llena de astros y sombra, es que Dios piensa,
El cielo se repite en las frentes radiosas.
No importa que ellas sean claras, o misteriosas
O formidables, siendo capaces del martirio.
¡No de la infamia! Tanto vale rasgar un lirio
Como manchar un astro; el viejo Cosmos gime
Por la flor y la estrella con un amor sublime
Y total. ¡Grave enigma de amor! Esto consiste
En que el gran Ser no quiere que ninguno esté triste.
Y el dolor, ese fuego que exalta todo nombre,
(Cristo sangriento, brilla; triste, suda como hombre)
Es un heroico vino que ignora la tristeza.
¡Hombres! No escupáis nunca sobre una gran cabeza.
No seáis mancha cuando pudierais ser herida.
El hierro sufre en lo hondo de la fragua encendida.
Pero hasta hoy nadie ha visto las lágrimas del hierro.
El poeta es el astro de su propio destierro.

El tiene su cabeza junto a Dios, como todos,
Pero su carne es fruto de los cósmicos lodos
De la Vida. Su espíritu del mismo yugo es siervo.
Pero en su frente brilla la integridad del verbo.
Cada vez que una de sus colmenas, que en la historia
Trazan nuevos caminos de esfuerzo y de victoria,
Emprende su jornada, dejando detrás de ella,
Rastros de lumbre como los pasos de una estrella,
Noches siniestras, ecos de lúgubres clarines,
Huracanes colgados de gigantescas crines
Y montes descarnados como imponentes huesos:
Uno de esos enjendros del prodigio, uno de esos
Armoniosos doctores del Espíritu Santo,
Alza sobre la cumbre de la noche su canto.
(La alondra y el Sol tienen en común estos puntos:
Que reinan en los cielos y se levantan juntos.)
El canto de esos grandes es como un tren de guerra
cuyas sonoras llantas surcan toda la tierra.
Cantan por sus heridas, ensangrentadas bocas
De trompeta, que mueven el alma de las rocas
Y de los mares. Hugo, con su talón fatiga
Los olímpicos potros de su imperial cuadriga;
Y, como de un océano que el Sol naciente dora,
De sus grandes cabellos se ve surgir la aurora.
Dante alumbra el abismo con su alma. Dante piensa.
Alza entre dos crepúsculos una portada inmensa,
Y pasa, transportando su empresa y sus escombros:
Una carga de montes y noches en los hombros.

Whitman entona un canto serenamente noble.
Whitman es el glorioso trabajador del roble.
El adora la vida que irrumpe en toda siembra,
El grande amor que labra los flancos de la hembra;
Y todo cuanto es fuerza, creación, universo,
Pesa sobre las vértebras enormes de su verso.
Homero es la pirámide sonora que sustenta
Los talones de Júpiter, goznes de la tormenta.
Es la boca de lumbre surgiendo del abismo.
Tan de cerca le ha hablado Dios, que él habla lo mismo.

Aquella gran columna se ha poblado de voces:
«Las cosechas proficuas esperan nuestras hoces.»
Los metales, esclavos de inmutable obediencia,
Trazan la ruta. El índice severo de la ciencia
Señala el paraíso de la grandeza humana.
El yunque y el martillo, sí; mas no la campana.

La razón es el lábaro del ideal eterno;
La razón que no admite ni el cielo ni el infierno.
Dios es un viejo amo, desterrado monarca
Que agoniza en la inmensa desolación de su arca.
—Sustituir la noche por la aurora y el falso
Culto por la evidencia de la luz; y el cadalso
Por el libro; ser astro, ser cumbre, ser progreso;
Sentir sobre la frente la dicha, como un beso
Floral; prender al flanco de la tiniebla el rayo
Cual flamíjera espuela; contradecir el fallo
De los siglos; dar cimas a la conciencia augusta;
Romper los viejos moldes de la creencia injusta;
Confiscar a la sombra su vasto calabozo;
Anegar las tinieblas en un vasto alborozo;
Deshacer para siempre las coronas de espinas;
Sembrar modernas rosas sobre el altar en ruinas;
Desencajar las claves del formidable techo
Que encubre la sombría negación del derecho;
Bautizar con vitales perfumes toda frente;
Exprimir frescas uvas sobre el deseo ardiente;
Desafiar las borrascas con la altivez de un cedro
Secular; pedir cuentas a César como a Pedro
—«César que mata y Pedro que miente»—; alzar la mano
Hasta la consagrada mejilla del tirano,
Y con el mismo esfuerzo que inicie la venganza,
Ante el culto de muerte proclamar la Esperanza:
¡He aquí el nuevo dogma! Dios, lacerante yugo,
Es el primer tirano y es el primer verdugo.
La libertad lo niega, la ciencia lo suprime:
La libertad que alumbra, la ciencia que redime.
¡A destronarle, picas! ¡Guerra a Dios! ¡Muerte al mito!
—Mas ¿con que vais, entonces, a llenar lo infinito?

¡No! La fe es la suprema reveladora. El mundo
Es un milagro eterno de fe. Lo que es fecundo,
O luminoso, o bello —amor, estrella, rosa—
Certifica el imperio de una ley misteriosa
Que combina la trama de los destinos, y hace
Converger los esfuerzos de todo lo que nace
Sobre un eterno foco que ejecuta y que piensa
Tal como el haz de músculos de una derecha inmensa.
La fe es una montaña llena de precipicios.
En sus cavernas moran las larvas de los vicios:
Lo negro es lo monstruoso. Su cuesta es agria y dura.
En todas las montañas sólo la cima es pura,
La cima es el esfuerzo visible del abismo
Que lucha en las tinieblas por salir de sí mismo.
El alma tiene una: Dios. Si el alma descuella
Sobre su propio vuelo, se reconoce en ella.

Pueblo, sé poderoso, sé grande, sé fecundo;
Ábrete nuevos cauces en este Nuevo Mundo;
Respira en las montañas saludables alientos;
Destuerce los cerrojos del antro de los vientos;
Recoge las primicias de los frutos opimos;
Cíñete la corona de espigas y racimos;
Desarma la muñeca y el calcañar del fuerte
Cuyos sobacos huelen a bravío y a muerte;
Funda en las nuevas aras los dogmas fraternales
Noblemente rodeados de nimbos siderales;
Borra de tus encías la hiel de todo insulto;
Y haz que las hostias sena, en tu moderno culto,
No de carne sangrienta, sino de dulce trigo.
El Tío Sam es fuerte. Arraigada en su ombligo
Tiene la cepa de Hércules. En su vasta cabeza
Hay no sé qué proyectos de una informe grandeza:
Aprende el recio canto que esfuerzan sus martillos;
Muerde con sus tenazas la cuña de tus grillos;
Pon en las férreas ancas de sus locomotoras
Una gigante carga de nubes y de auroras;
Desflora con su hierro las cumbres familiares;
Y alzándote desde esos gigantescos altares.
Proclama a Dios, enfrente de las excelsas lumbres
Del Sol. Los arrabales del cielo son las cumbres.
Castiga, si hay infamia que castigar; nivela
Los antros, no las cimas; alza tu blanca vela
Sobre el egregio mástil de la fe; tiende al viento
Como un plumaje de oro todo tu pensamiento.
Y abre a la aurora su alma como un bosque armonioso.
El astro de tu suerte flota en lo misterioso;
Algo como una sorda germinación que abraza
Con sus potentes vástagos la carne de la Raza,
Algo que sobre el monte de sus espaldas pesa
Cual la triunfante garra de un cóndor que hace presa,
Pretende libertarte de tu peñón sombrío;
Salvadora borrasca que sacude al navío,
Oscuras expansiones del oculto renuevo,
Alas que se presienten en la eclosión del huevo…
Tú eres el arca errante del abismo. Tu frente
Es el lecho de sombra del ideal naciente.
Los siglos te desean, pero tu alma está oscura
Todavía; la llama divina que fulgura
Sobre el total esfuerzo de las razas, no brilla
En tu cabeza. El árbol duerme aún en la semilla,
Mas la semilla en lo hondo del porvenir vegeta.
De ella surgirá este átomo, este sol:
                              ¡Un poeta!

¿Un poeta? Es preciso. Dios no trabaja en vano.
Cuando sobre las cumbres del pensamiento humano
La noche se constela de lejanos fulgores,
Cuando las grandes lenguas del viento dan rumores
Inauditos, y cuando sobre esas cumbres flota
La inefable caricia de una armonía ignota,
La luz presiente al astro, la fe presiente al alma.
Dios trabaja en el seno de una inmutable calma.

Pero las grandes voces: el trueno, el mar, el viento,
Dicen las predicciones de aquel advenimiento.
–Yo escuché esas tres grandes voces: Dios ha querido
Que esas tres grandes voces sonaran en mi oído.
Dios ha dicho palabras a la hoja de hierba:
Pueblo de Nuevo Mundo, tú eres la gran reserva
Del Porvenir. Tu grave destino, que medita
El vasto pensamiento de la sombra, palpita
Como el feto de un astro futuro entre el oleaje
De las Causas divinas. Tu frente alta y salvaje
Deja correr en olas pensamientos sombríos,
Tal como una montaña madre de muchos ríos.
Tus esperanzas, formas que en lo vago se mecen
Llenando excelsitudes luminosas, parecen
Una visión de torres bajo una alba dorada.
Allí está Dios. Su mano paternal levantada
Sobre el abismo, enseña las proficuas cosechas.
En su mirada de oro vibran sublimes flechas.
Su seno es inefable. Su poder no fatiga
Ni un pétalo de rosa, ni una atenta de hormiga.
Vosotros los siniestros que le llamáis tirano,
Vosotros los campeones del ideal humano,
Vosotros los intérpretes austeros de la Vida,
Vosotros los apóstoles de la razón deicida,
Los que queréis derecho, libertad, luz, aurora,
Para todo el que sufre, para todo el que llora,
Para todo el que piensa, para todo el que canta,
¡Oh admirables rebeldes de la luz: si os espanta
Que Dios reine en sus cielos, que su grandeza impere
En todo lo que vive y en todo lo que muere,
Que su palabra, llena de celestes cariños,
Cubra de bendiciones las cunas de los niños,
Que el trueno de su boca desarraigue los montes.
Que el fulgor de su gloria llene los horizontes,
Que el rayo de sus ojos, omnipotente, vibre,
Dejadle, por lo menos, que sea un hombre libre!…

—Los astros centellaban de fulgores divinos,
Y daban fuertes sones como un bosque de pinos
Flameante cabalgado por el huracán, sones
Que flotaban cual nubes sobre los escuadrones
De aquella gran columna blasfema. El mar oía,
Oía la montaña, oía la selva, el antro, el día,
Presintiendo un lejano temblor de cataclismo
Ante esas formidables alarmas del abismo.
Aquellos sones eran las palabras de una ira
Tenebrosa que hablaba como el viento en la lira.
«¡El alma está en peligro!», clamaban. Desde el cielo
Caían sordas lágrimas de sangre y luz; el duelo
De las sombras pesaba sobre la tierra inerte
Como un árbol sobre una meditación de muerte.
La Cruz austral radiaba desde la enorme esfera
Con sus cuatro flamígeros clavos, cual si quisiera
En sus terribles brazos crucificar al Polo.
En medio de aquel trágico horror, yo estaba solo
Entre mi pensamiento y la eternidad. Iba
Cruzando con dantescos pasos la noche. Arriba,
Los astros continuaban levantando sus quejas
Que ninguno sentía sonar en sus orejas.
Rugían como bestias luminosas, heridas
En el flanco, mas nadie sujetaba las bridas;
Nadie alzaba los ojos para mirar aquellas
Gigantes convulsiones de las locas estrellas;
Nadie les preguntaba su divino secreto;
Nadie urdía la clave de su largo alfabeto;
Nadie seguía el curso sangriento de sus rastros

Y decidí ponerme de parte de los astros.



Las montañas del oro (1897).
En Poéticas

***


Proyecto de Edición Libro de notas

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Datos Bio-bibliográficos

Leopoldo Lugones

(Argentina, 1874-1934)

Bibliografía escogida:
Lunario sentimental, Cátedra, Madrid, 1994.
El vaso de alabastro y otros cuentos, Alianza Editorial, 1996.
Las fuerzas extrañas, Cátedra, 1996.

Enlaces:
Poemas

Otras artes poéticas del autor:

Más información en la wikipedia: Leopoldo Lugones

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