Barroco - Otros barrocos - Luis Carrillo y Sotomayor: Libro de la erudición poética, IV, 1611
Confesó aquí la humilde suerte de estilo que seguía en su sátira, y
cuánto diferente era la del docto poeta, aclarando en estos versos más su
intención:
putes hunc esse poetam.
Ingenium cui sit, cui mens diuinior atque os
magna sonaturum, des nominis huius honorem.
piensa aquél ser poeta;
cuyo ingenio, divino, y boca grandes cosas suene,
y a éste de tanto nombre des la gloria.
Bastará aquesta censura; bastara confesar Horacio no merecer el
nombre de poeta sólo un ordinario correr de versos, bastará (dúdolo, por
cierto) el afirmar haberse de desviar del estilo que ordinariamente usamos
en nuestras conversaciones. Démosle aún más policía: ni como el que usan
los oradores en su persuadir. ¿No lo confesó más arriba: «las palabras
casi de poetas»?
Pues Quintiliano no es razón lo dejemos tanto de las manos, pues será
la más acertada guía que en este género de dificultad podemos escoger:
«Acordémonos con todo eso que no de todo punto ha de seguir el orador a
los poetas, ni en libertad de palabras, ni licencia de figuras; y todo
aquel género de estudios, para ostentación, y también de aquellos que sólo
tiene deleite; y lo que en fingir, no sólo cosas falsas, sino algunas
cosas increíbles sigue; y lo que atado a cierta necesidad de pies no puede
siempre usar de propios, sino, echado del derecho camino, se acoja a
algunos socorros de decir, cuando no sólo mudar las palabras, sino
extendellas, acortarlas, volverlas, dividirlas les es fuerza.» ¿Qué les
podremos responder a estas palabras? ¿Qué a las canas de tan grave autor?
¿O qué a una razón acompañada de tan discretas canas? Aun en el orador, de
más llano estilo que el poeta, más compañero al ordinario género de
hablar, tratando de sus palabras: «Ni yo quisiera que las armas con orín
se envejeciesen, sino que tuviesen resplandor para espantar, como del
hierro, que sacude la vista, no como del oro y plata, que a quien lo trae
en las batallas es peligroso.» Ni aun a tan ciega vista aqueste tan
demasiadamente apacible resplandor dejara de tener nombre de excesivo.
No se contenta Marco Fabio, ni yo; pues tan a la mano me ofrecen sus
trabajos confirmaciones de mi verdad. Persuade al orador se recate del
estilo de la Historia: «Está cercano a los Poetas, y es en alguna manera
verso suelto, por eso, con palabras más apartadas y más libres figuras,
evita el enfado de contar.» Éste es el retrato de la Historia; para muchos
se escribe, de muchos se lee. Pues aun esta persona tan común (usemos
desta palabra), tan manoseada de cualquier suerte de gentes, admite en su
lenguaje palabras algo apartadas del común uso, y figuras también exentas
del conocimiento ordinario. Arriba nos lo dice Quintiliano, y agora
juntamente: «Y así, como dije, la brevedad Salustiana, en los oídos vacíos
y eruditos, perfecta, acerca del juez, con varios pensamientos ocupado y
muchas veces rudo, tenemos de evitar.» Aun a aquella prosa menos
cultivada, más llana que la majestad acostumbrada de nuestros versos, aun
a ésta, como digo, nacida para lo común, criada para en lo público, le
desea un juez con oídos eruditos y vacíos. Ésta es la prosa; más necesario
será sin duda al verso, ¿cuánto más no se ve? Aun de los lugares a quien
suceden estos renglones se colige, donde: «echado del derecho camino, se
acoja a algunos socorros de decir, cuando no sólo mudar las palabras, sino
extenderlas, acortarlas, volverlas, dividirlas, le es fuerza». ¿Merecerán
todos estos disfraces del hablar común nombre de escuros? No, por cierto.
Aun más aprieta esta opinión misma en su capítulo: «Y así a los poetas
demos licencia destos ejemplos: Qualis ubi hibernam Liciam, Xantique
fluenta / deserit, et Delon maternam inuisit Apollo. ‘Como cuando la
i[n]vierna Licia y corrientes del Janto deja, y visita Apolo a su materna
Delo’. No será decente al orador dar a entender cosas claras con escuras.»
Aun lo que se añade a una cosa para más claridad della misma,
confirma Quintiliano poder el poeta mostrallo con cosas algo escondidas.
¿Por qué no será lícito a las que no carecen de alguna obligación de
explicarse aclararse menos? ¿Será vicio en ellas algún mediano género de
dificultad? No, por cierto. Dijéramos, sin saber el nombre, merecer este
dicho un tan agudo entendimiento como el de Erasmo: «No me indigno si me
ponen delante lo que no entiendo, pero huélgome se me ofrezca cosa que
aprenda.» Efetos son del buen hablar dificultar algo las cosas. Esta
costumbre tuvieron los antiguos. El mismo Erasmo: «Habrá en los libros de
los doctos cosa a que resista el plebeyo lector.» Pero qué mucho, si según
el padre de la misma Filosofía, Aristóteles, en su Arte, cap. 2: «La
dictión y [a] las costumbres [y] a las sentencias que por sí son
bastantemente claras suele cubrir.» Halla a la dictión, que es a la suerte
de hablar que en el estilo se usa, este género de naturaleza.
No pretendo yo, por cierto, ni nunca cupo en mi imaginación lugar a
aprobar la escuridad por buena: el mismo nombre lo dice, sus mismos efetos
lo enseñan. No sigo al preceptor, que, dice Quintiliano, respondió a su
dicípulo: «Tanto mejor, ni aun yo lo entendí.» Sé cuán abominable sea, y
cuánto más a los más agudos entendimientos, a los más acertados oídos.
Aquella templanza persuado que Aristóteles, aquella que todos los que en
este género de ejercicio; por su trabajo y entendimiento mereció lugar su
voto entre los primeros. Bien sé que se ha de usar con discreción en sus
lugares de las agudezas o dificultades que arriba he propuesto, mas ¿qué
cosa no se ha de tratar con ella? Bien sé lo que aconseja en el cap. 21 el
autor citado: «Si alguno, pues, estas cosas juntare, [...] o hará enigma
horaciano, que se compone de cosas nada entre sí convenientes.» Pongamos
el ejemplo, no haya quien nos quiera hacer enigma todo aquello que no
lisonjeare a su paladar. «Vi un varón que pegaba con fuego hierro, en otro
pegado uno»: ésta será la enigma, y ésta la escuridad; mas no «Como cuando
la invierna Licia y corrientes del Janto deja, y visita Apolo a su materna
Delo», pues aunque es necesitado el lugar de historia para entenderse, no
deja menos que destos tratarse la Poesía. Ángelo Policiano, capítulo
cuarto de las Misceláneas: «El que toma interpretar un poeta, no sólo,
como se dice, a la luz de Aristófanes, sino de Cleantes; no sólo abrazar
las familias de los filósofos, sino de jurisconsultos, médicos y
dialécticos, y todos aquellos que hacen aquella redondez de doctrina que
llamamos Enciclia, y de todos los filólogos. Ni han de ser sólo miradas,
sino remiradas de todo punto; ni de la puerta vistas, sino hasta lo más
escondido, y íntima y más amistad.»
Todo esto se usurpan las palabras de un Horacio, las consideraciones
de un Homero, las sentencias de un Virgilio, espíritu de un Lucano, el
calor algunas veces mayor que sí mismo de un Papinio; de un Valerio Flaco
la pulidísima y cultivadísima musa; de un Claudiano el grande ardor y
limados versos. Testigos, sus libros; salgan en medio sus obras, famosas
fueron; arrebataron a la muerte sus estudios su nombre. Con estos puntos
de Filosofía, [Aristóteles] ¡en cuántas partes alaba a Homero! ¿No lo
conoce perfectísimo en todo, pues es el ejemplo que en su Arte Poética nos
pone?
Ni sólo los que como filósofos, o maestros de las humanas letras,
sino también los jurisconsultos, Papiniano digo, y Ulpiano, y los demás,
estimaron a Homero por aventajadísimo, honrándole con diferentes nombres
de alabanza de su arte: Egregius, summus, praecipuus. También los
emperadores usaron desta manera de decir alabándole. Y lo que es más de
admirar que, en cosas donde pudieran algunas veces, rara sea la autoridad
destos autores acerca de los jurisconsultos, como Hipócrates, Platón,
Cicerón, Crisipo, Demóstenes ¡y cuántas veces Homero! Sólo éste uno por
todos es. Si en los escritos que tenemos de los jurisconsultos,
largamente, como lo pedía la ciencia del Derecho, y se escribiera de
aquellas cosas bonísimas, derecho divino, leyes públicas, maneras de
gobierno en sus leyes ¿qué mucho de ordinario ser en su boca Homero, si
toda la divina obra está llena destas cosas? Pero tanto hubo que aprender
de aquel fertilísimo ingenio que, si ocupados en aquellas cosas sólo los
jurisconsultos, allí también hallasen a Homero: en contrarios parentescos,
derecho de sangre, donaciones, delitos, propiedad de palabras. De aquí,
pues, se entiende que no tratamos del vulgar poeta, en tanto como profesa
el grande; [d]el vilísimo, sino del docto, lleno de todo género de arte y
ciencia para que aspire a ser príncipe. Que si Homero con estas armas
alcanzó tal gloria y mereció tan noble lugar acerca de todos, ninguno, si
no es el que se confiare de semejantes fuerzas y de aquella virtud para
una aventajadísima, podrá ser poeta, el que queremos, bonísimo.
Así yo esa manera de escribir alabo, esa seguiré, si, como fuere
razón escribir, escribo. Horacio, príncipe en su género, ¿quién se le
opone?, ¿quién le nota? Pues se atreve Dionisio Lambino a sacalle por
competidor de la gloria de Virgilio. ¿No usó elocuciones? Díganlo sus
libros. ¿No de historias? Díganlo sus comentadores. Esta manera, pues, de
escribir defiendo, ésta estimo. La claridad, ¿quién no la apeteció? ¿O
quién tan enemigo del parecer humano que osase preferir la noche al día,
las tinieblas a la luz? Esa se debe a los buenos versos, deuda suya es
conocida; mas ha de ser tal como la que los padres desta ciencia han
deseado, como los que tan ilustre nombre merecieron. ¿Cuánto más derecho
camino será olvide el ignorante su ignorancia, que el poeta que lo fuere,
aquella suerte de hablar que ha ocupado oídos tan discretos, en que se han
esmerado tan diestras manos? No es bueno le ofenda la escuridad del poeta,
siendo su saber o su entendimiento el escuro. ¿Qué milagro si, envuelto en
la noche de su ignorancia misma, le parezcan tales las obras de los que
leyere?
No me huye a mí la moderación que se ha de guardar en esto y la
templanza; los vicios que engendra o ya la demasía de las figuras, o ya el
demasiado cuidado de las palabras o confusión dellas. ¿Los epitectos,
quién niega ser elegantes?, ¿y quién no juntamente viciosa su demasiada
copia? No apetezco yo que el poeta siempre sea filósofo, que en algunas
partes lo sea; no siempre redundante en sus figuras, pero no estéril. Mas
¿de qué sirve cansarnos en poner límites a tan extendida profesión, pues
nos podemos contentar con las palabras de nuestro español Marco Fabio?:
«Pero la abundancia tiene tasa, sin la cual nada es loable ni saludable, y
aquella blancura desea varonil adorno, y la invención, juicio; así serán
grandes, no demasiadas; altas, no cortadas; alegres, no lujuriosas;
gustosas, no en burla sueltas; llenas, no hinchadas.» Éstas sean nuestras,
y estas palabras, significadoras del concepto que defiendo. Mas ¿quién
quita que nos pretendan torcer esta fuente a su propósito? Aclaremos más a
Quintiliano con sus mismas palabras, no dejemos lugar desarmado a la
curiosidad de nuestros contrarios, vicio bien común a gente ociosa.
Cicerón (no es aqueste lugar de sus alabanzas) no se escapó, ni pudieron
las alas de su ingenio usurpalle de la vista de sus contrarios, «al cual
se atrevían a reprehender como hinchado y asiano, [...] porque tan clara
fuerza de la elocuencia no pueden sufrir». Ésta que agora diré fue sin
duda la causa; aquí, pues, se aclaró más, aquí mostró no merecer nombre de
demasiado lo que así le parece al vulgo, no de soberbio lo que juzga por
tal: «Que no sólo enseñando al juez, sino provechosa y latina y claramente
hablando alcanzó la admiración; y que, así con voces como con aplauso, lo
confesará príncipe el pueblo romano; y aquella grandeza, blancura, y
gravedad declaró aquel favor. Ni diciendo tan desacostumbrada alabanza le
seguiría si se hubieran acostumbrado a semejante oración de otros. Y yo
creo que los que oían no sintieron lo que hacían, ni su aplauso fue por su
voluntad, sino que, locos, no sabiendo el lugar donde estuviesen,
rompieron a la pasión desta voluntad.»
Estas suertes de hablar llamaron envidiosos de sus letras hinchazón
suya. Mas ¿qué mucho si ofendía la escuridad de su vista la grandeza y
resplandor de su oración? Mas, qué le diferenciara, con qué pudo hacerse
tan desemejante de los otros, fácilmente nos lo enseña: «Con grandeza,
fuerza, ímpetu, composición, adorno ¿no se levanta en lugares?; con
figuras se huelga, con traslaciones resplandece.» Esto merece, acerca de
los hombres doctos, renombre de grande; de los que no lo son demasiado, de
desvanecido lo que es alto por su estilo, y lo que por sí es fuerte de
temerario; y así en las demás cosas. Y será la razón sin duda: «Porque tan
clara fuerza de elocuencia no pueden sufrir.» El mismo que nos ha prestado
las verdades arriba dichas nos lo aclara: «La translación o impropiedad,
en la cual hay grandísimo adorno, a las palabras no acomoda sus cosas, por
lo cual la propiedad no al nombre, sino a la fuerza de significar
pertenece; ni por el oído, sino por el entendimiento se ha de ponderar.»
Mal quien lo tuviere impedido, o por natural falta, o por su demasiado
descuido, entenderá la fuerza de una traslación, cuyo juicio, como habemos
visto, se le niega al oído. Mal podrá vestirse tan ingeniosa gala
entendimiento acostumbrado a tan bárbara desnudez, y desnudez apoderada de
tantos y defendida.
Demasiada cosa es ¿quién lo duda? dirán los que oyeren nuestro
discurso tan riguroso destierro de las Musas a todos los que no poseen las
buenas letras. Algún lugar merece opinión de tantos, algún lugar tan
general consentimiento, ¿cuándo en sus juicios erró el común así? Esa
censura ofrecieron al que deseare conocer el orador más eminente.
Confiésolo, y es así sin duda; la juridición conocida posee sobre sus
trabajos, por juez lo conocen ellos en sus desvelos. Pero, ¿cuántas veces
se levanta? ¿Cuántas veces no le pueden seguir la valentía de la doctrina,
la elección de las palabras? ¿No lo confiesa así el lugar citado: «ni su
aplauso fue por su voluntad, sino que, locos, no sabiendo el lugar donde
estuviesen, rompieron a la pasión desta voluntad»? Tanto a veces lo
estimaron, despreciáronlo a veces tanto, que se atreve el maestro de un
orador a decir: «La costumbre del hablar, consentimiento de los doctos;
como de vivir, de los buenos.» Da la razón por el efecto tan ordinario:
«Muchas veces los teatros, y toda la muchedumbre sabemos que hizo aplauso
bárbaramente.» ¿Quién no ha conocido esto? ¿Quién no ha desestimado estos
pareceres? Así lo siente Cicerón, libro primero De oratore, así en otras
partes Quintiliano, así las escuelas, así los buenos juicios; materia de
campo larguísimo, a no ser en este discurso tan fuera de mi propósito la
ostentación.
Pues si esto vale en el orador, colgado del pueblo, juez de sus
virtudes y estudios, ¿cuánto mejor en el poeta, tan exento de sus leyes,
tan forastero de su saber y sus palabras? ¿En qué persevera tantas veces
Aristóteles? ¿En cuántas repite la necesidad que tienen los buenos versos
de huir del vulgo, de despreciar su trato, su lengua? Tres capítulos
apenas los ocupa en otra cosa. «Será claro si fuere humilde, sea el
ejemplo de Cleofonte; y este lenguaje de reverenciar y que desea de todo
punto cualquiera cosa plebeya huir usa de vocablos peregrinos. Llamo
‘peregrino’ variedad de lenguas, translación, extensión, y todo lo que es
ajeno de propio.»
Contentárase alguno ¿quién duda?, por contentar su opinión y
defender su propósito, con decirle es bastante el ser claro, ser virtud
ésta, y ésta satisfacerle a su gusto y a la opinión de muchos. Engaño
cierto no pequeño. Si en el orador merece un nombre digno de unas humildes
esperanzas, en el poeta lo será de viciosas. Veamos ¿quién lo confiesa así
en el orador? Marco Fabio, cap, 3: «Porque de los que hablan emendada y
claramente es pequeño el premio, haber más parecido carecer de vicio que
alcanzar alguna virtud.» Virtud humilde y pequeña en el orador, aquí lo
vemos; pues vicio no humilde y pequeño en el poeta, aquí se verá más
claramente:
Iudicis argutum quae non formidat acumen,
haec placuit semel, haec decies repetita placebit.
La cosa que no teme juicio agudo
del juez, ésta agrada y agradará
una vez y diez veces repetida.
Da la razón sin duda.
Sic animis natum inuentumque poema iuuandis,
si paulum summo decessit, uergit ad imum.
Nacido así, y hallado para el ánimo
deleitar el poema, si no a sumo,
vino a ser muy humilde.
¡Qué bien mas ¿cuándo no? Aristóteles les enseñó la agudeza que
había menester la censura del poeta en la que hizo de Esquilo y Eurípides!
«Esquilo y Eurípides en hacer el mismo yambo igualmente con ejemplo se
muestran.» Aquí deseo más atento al lector: «Porque como esté un solo
nombre en lengua no trillada en lugar de propio, tan hermoso pareció como
aquél humilde. Pues en Filoctete así habló Esquilo: ‘De mi pie come la
carne figedena’. Aqueste en lugar de [esthíei], puso [thoinâtai],
epulatur.» Para esto desea el agudeza, con estas armas guarnece al poeta
Horacio, para que no rehúse la censura del juez agudo y docto. Mas ¿quién
duda nos opondrá alguno haber dicho el mismo Horacio:
Nacido así, y hallado para el ánimo
deleitar el poema?
Dirá a mi parecer: «No lo deleitará con esto, causará cuidado,
obligará a trabajo.» Es, sin duda, al que la propusiere semejante, mas no
a aquel para quien se escribe el poema. En su sátira: «Muchas veces
vuelvas el estilo para escribir cosas dignas de leer, ni para que tus
trabajos el vulgo maraville, contento con pocos que te lean, ¿o, loco,
quieras tú en viles juegos tus versos se reciten?» La razón la calla
Horacio, mas no en su libro tercero Cicerón: «Porque el vulgo no de todo
punto entiende lo que falta de su perfeción.» ¡Qué bien con esto se
entiende lo que arriba con alguna sombra dijo Horacio!:
Y así poco
a poco fue a lo sumo, vino a humilde.
No le es dado al vulgo juzgar derechamente de la virtud perfecta de
una cosa, y todo aquello que fuere perfecto será sumo, y él eso ignora.
Pasemos más adelante: «En cuanto, pues, se entiende, nada piensa que se
pasó.» ¡Qué bien esto con lo de arriba! Porque juzga no desearse para la
perfeción de la cosa semejante nada, «porque el vulgo no de todo entiende
lo que falta de su perfeción». Pone el ejemplo muy a medida de mi
propósito: «Lo que en los poemas y pinturas acontece, deleitarse los
indoctos y alabar lo que no merecía alabarse.» Pues ¿quién nos alabará
eso? ¿Qué jueces serán de nuestra causa? ¿A quién deleitarán nuestros
trabajos? Aquí escogió el Poeta los jueces:
Plotius [et] Varius, Maecenas Vergiliusque,
Valgius et probet haec Octauius optimus atque
Fuscus et haec utinam Viscorum laudet uterque!
Trae otros el mismo poeta; pero a tantos si, pocos más ¡qué importa!,
arriba no nos acordamos. Dijo Marco Fabio: «Yo llamaré la costumbre de la
plática, el consentimiento de los doctos; como de vivir, de los buenos.»
Bonísimamente aquesto Antímaco, y aprobado de Cicerón en su Bruto.
Desamparáronle leyendo una obra suya (es de notar que le da nombre de
poeta claro), desamparáronle, como digo, los oyentes; alegróse el ilustre
poeta: «Leeré, con todo, eso; Platón uno para mí es por todos.» Y añade
Cicerón: «El poema, escondido a juicio de pocos; la oración popular al
sentimiento del vulgo se ha de mover.»
Estos pocos renglones me ha parecido, hermano mío, no podrán ir donde
mejor se reciban o donde mejor se defiendan, pues prestará para lo uno la
deuda de voluntad, entre hermanos tan justa; y para lo otro, el continuo
curso de estudio. No me ha parecido ociosa ocupación de algunos ratos, si
por tal la juzgaren algunos. Merecido ha este trabajo doctísimos varones;
carga ha sido debajo de la cual valentísimos hombres se han trabajado.
No quiero dejar pasar lo que por gloria de los poetas diré, aunque
acerca de necios tuvo su ignorancia nota de poca reputación. Creció la
envidia con la autoridad del emperador Filipo, que a no poder ser excusado
acerca de doctos, peligrara más la grandeza de su nombre que el
merecimiento de los poetas. En una ley, pues, del título en que a colegios
y profesores de ciencias y artes jubila con mucha razón, pues se atrae al
premio con la honra y se añade esperanza a los ánimos, no jubiló los
poetas. Excusándose bien su poco favor con que dejó pasar el caso, que no
halló proveído en las leyes, pues tan bien no siempre alcanzaron estos
premios los que justamente por sus letras los merecieron. ¿Qué cosa de más
deleite que la Historia, de mayor necesidad, de mayor gloria? No jubiló,
pues, tampoco la ley a los historiadores. Los poetas, pues, con aventajada
virtud, dignos dél tanto de mayor alabanza, cuanto cosas por sí de
apetecer sin provecho particular, por sí ilustres escogieron; bastó
merecer y que en ellos la razón hiciese ley por su merecimiento. Dejóse a
cualquiera poeta su gloria por premio; así ya que no en general, en
particular debió contentarse cualquiera de haber alcanzado en fama lo que
mereció por ciencia. Por eso a Homero, maestro común, bastantes a ser
autores por causa pública, Aristóteles y Platón, tanto respetaron.
Injusta cosa me pareció personas ser (que merecieron oír de aquel
milagro de la antigüedad, Platón, en su Lysis, Vel de amicitia: «Éstos nos
son como padres, y capitanes de la sabiduría») entregados a las manos del
vulgo, y tan natural (descuido notable de los buenos ingenios) en ellos ya
esta juridición, que ha sido menester anden de por medio las opiniones de
tan graves autores, los efectos o frutos de tan cuidadosos estudios como
los suyos. Será para mí notable lisonja tengan estas hojas por término las
paredes de casa, pues, sin duda, me atreveré a firmar digo, de parte de mi
discurso, estas palabras:
Non ego, nobilium scriptorum auditor et ultor,
grammaticas ambire tribus, et pulpita dignor.
No, vengador y oyente de los nobles
escritores, me digno andar corrillos
ni púlpitos buscar de los gramáticos.
Da la razón escrita:
...pudet recitare et nugis addere pondus’,
si dixi, ‘rides’, ait, ‘et Iouis auribus ista
seruas; fidis enim manare poetica mella
te solum, tibi pulcher’.
«Vergüenza es recitando añadir peso
a las burlas» si dije, «Ríes», y dice
«De Júpiter aquesto a los oídos
guardas; pues es de crédito, manaron
poéticos panales a ti solo,
a ti, hermoso».
¡Qué de veces oirán estos pocos renglones, y estas palabras en
romance, y quizá con tantos bríos como lo teme quien me obliga a
proseguir! ¡Efecto bien natural intentar suplir con las manos los
descuidos de la razón! Bien sabrá mi hermano ser elocución acerca de los
romanos, con que manifestaban el fisgar algo disimuladamente. Así el mismo
autor: «Y en parte de la oración, dando lugar a sales oratorias, no de
truhanes, honraron también la lengua con el donaire de maldecir
decentemente dificultoso; pero a la prudencia del orador y grandeza, que,
más por hablar sabiamente que por sólo hablar, alcanzó tanta alabanza y
admiración, permitido.»
Hame movido a vencer la copia destas dificultades, el número de
censuras que podrá haber contra este discurso, las buenas esperanzas que
puedo prometerme de que tan ilustre lengua como la nuestra, si desigual,
ya sea con paz de la latina, no menos copiosa que la toscana, y tan
apetecible que puede obligar a esto, por lo que posee de más casto. ¿Por
qué, si con manos abiertas nos enriquecen de tan gallardas palabras, tan
sonoras, tan suaves, tan ajenas para los lugares que se desean de todo
aquello que es falta de dignidad y señorío, hemos [...] por olvido de
nuestra diligencia, por la falta de nuestro cuidado? Ya que en la dicha no
lo fuimos, pues nos cayó en suerte lenguaje no menor que el suyo, ¿por
qué, como digo, hemos de serlo por nuestro sueño, si tenemos casi tan
escogidas palabras como tuvo Virgilio? ¿Por qué nuestra industria y
nuestro trabajo no nos ha de meter en posesión de tan buenas sentencias,
tan agudas impropiedades y de todo aquel (digámoslo así) mueble necesario
a recebir en sí tan ilustres dueños como las Musas? Lugar nos ha quedado.
Salióle dichosísimamente a Ennio tan atrevida dicha; ocupó lo que le
dio lugar su edad. Virgilio no conoció en su profesión primero; Horacio,
Propercio (pues entre los encendidos deseos de su Cintia no se olvidó de
intentar nuevo camino), todos estos competidores de la lengua griega
procuraron imitar, y sucedióles con felicidad dichosísima a su lenguaje
romano aquella galantería extranjera. ¿Fue esto áspero a los que lo
oyeron? ¿Fueron poco recebidos los que lo intentaron? No, por cierto. Sus
obras nos lo dicen, su fama nos lo predica. ¿Nosotros, pues, porque en
esto no iguales, reconocémosles ventaja? ¿En sus vitorias penetraron sus
banderas a poder de valor y manos a donde las nuestras no hayan puesto
victoriosamente sus armas? ¿Por qué en estilo nos hemos de conocer
menores? ¿Por qué, si el Poeta dijo «Te quoque dignum finge Deo», «De Dios
te finge digno», hemos de estrechar tanto nuestro pensamiento que no sea
capaz deste consejo? Esto me parece que basta, y adiós, hermano.
Datos Bio-bibliográficos
Luís Carrillo y Sotomayor
(Baena, 1585 – Puerto de Santa María,
1610)
Bibliografía escogida:
Poesías completas, Cátedra, 1984.
Libro de la erudición poética, Alfar, 1988.
Obras, Castalia, 1990.
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