s.XX - Generación del 27 - Jorge Guillén: Hablando con don Jorge, 1981
Como compartimos la devoción a la puntualidad. procuro llegar a las seis en punto. Don Jorge opina que el tiempo de la espera es un tiempo irremisiblemente perdido:
-No se puede hacer nada, si amenaza la interrupción.
Entre la puerta de la calle, que abre Irene. y el cuarto de estar hay otra puerta que no suele estar cerrada. Por eso. nada más entrar, veo su sonrisa y sus brazos abiertos en señal de acogida. Antes se sentaba a contraluz y a contramar, de manera que, aun lado ya otro de su figura. anclaban los barcos petroleros bajo la raya del horizonte. Después. Irene cambió la distribución del mobiliario Y ahora don Jorge ostenta la luz y el mar a su derecha.
-Son las seis en mi reloj… y en el suyo -me dice. como agradeciendo que comparta su devoción a lo exacto.
Le doy la mano y recibo las de él, siempre efusivas. Casi nunca se contenta con entregar la mano diestra: la otra reafirma el saludo.
-Siéntese aquí dice frene. ¿Tomará lo de siempre?
Lo de siempre es té frío (si es verano) o agua tónica o zumo de manzana. Bernabé Fernández-Canivell, cuando coincide conmigo en la visita. suele tomar ginebra aguada. Yo prefiero guardar la precaución británica de no beber alcohol antes de que el sol se ponga. Hace un par de años, cuando don Jorge padeció el arrechucho renal, no compartíamos la misma bebida. El tomaba una pócima carísima que le habían recetado y que, para mayor desgracia, no debía ser una fiesta del paladar. Afortunadamente, ahora solemos beber el mismo zumo de frutas.
-¡Bueno! ¿Qué me cuenta? Ya sé que ha estado usted en…
Una de las cosas que más exaltan mi admiración hacia él es la atención que dispensa a los demás. Con los personajes que hay clasificados en su portentosa memoria, y con lo que de cada uno recuerda, se podía escribir una Comedia humana. Con la misma efusión habla de Eliot, de Strawinsky, de Cassou o de Ungaretti, que del joven poeta que ha ido a llevarle su primer libro. Y se interesa por la vida y milagros de cuantos habitan en el contorno.
-Yo soy cristiano, y aprendí a ser cristiano de mi madre. Ella sentía y practicaba la doctrina de Cristo. Recuerdo que había casas en las que se seleccionaba la fruta, y se le daba la peor a fa servidumbre. Mi madre jamás hubiera sido capaz de hacer eso. Para mi madre no había servidumbre. Mi madre era, de verdad, cristiana. Pero ¿cómo no ser cristiano? Nuestra cultura está alimentada por cuanto el cristianismo ha significado en ella. Si me olvido de lo que iba diciendo en la conversación, digo: «Se me fue el santo al cielo.» Estas fórmulas coloquiales son vivo testimonio de algo que está en nuestra raíz.
Habla con entusiasmo, con una vitalidad que a sus ochentiocho años puede calificarse de milagrosa. Pone vehemencia en cuanto dice: una vehemencia casi de adolescente seguro de sí mismo.
-Probablemente soy el poeta más viejo de la literatura española. León Felipe no llegó a mi edad. Calderón, por supuesto, tampoco. Calderón nació en 1600 y murió en1681. Esto lo sé ―lo dice sonriendo y como quien se excusa― porque fui el catedrático de la asignatura.
No es viejo. ¡Qué va a ser viejo! Podrá haber vivido mucho, pero eso no significa necesariamente ser viejo. La vejez implica adscripción a las clases pasivas. y don Jorge sigue siendo total actividad: un cerebro y un corazón que no cejan.
-En Málaga me curaron de la enfermedad que padecía. No me moveré ya de aquí. Mis hijos dicen que vendrá toda la familia para celebrar mi noventa cumpleaños. La familia es algo estupendo: es la verdadera posteridad. Si deseo que se me recuerde, al menos durante algún tiempo, es por no defraudar a mi familia, para que no sufra mi nieta. ..
Todo esto lo dice con una total sencillez, sin énfasis, como si hubiera levantado un monumento aere perennius, sólo para su más querido e inmediato entorno.
-Por lo demás añade, tengo la suerte de pertenecer a una generación con la que parece ser que habrá que contar . Cuenta y no acaba: del París de sus años de lector en la Sorbona; de su conversación con Ortega, después de una temporada en Alemania; de Inglaterra; de las universidades americanas; de Italia (su ventura). Se sabe, año por año, casi mes por mes, lo que ha hecho en la vida, en la bien vivida vida.
-Una vez fui con Eugenio d’Ors a visitar a Jean Cassou. D’Ors me decía: «Vamos a ver al enemigo.» Consideraba que Cassou era romántico y que nosotros éramos clásicos… Pedro Salinas afirmaba: «Eugenio d’Ors siempre tiene que hacer su frase.» Recuerdo que, durante una comida, me dijo que acababa de ser nombrado ciudadano de Delfos.
La conversación, siempre amena, vuela de ocasión en ocasión, de personaje en personaje.
-Valery alardeaba de no interesarse más que por la forma. Decía que la significación carecía de importancia, pero. por supuesto. no era fiel a ese principio. Yo conocí a Valery hacia 1921 ó 1922. Mis recuerdos de las visitas al número 40 de la entonces rue Villejust los he dado ya por escrito. Su . obra fue para mí un estímulo. tanto por el rigor de la forma como por la elevación del asunto.
Irene acude al teléfono, que interrumpe el hilo de la conversación. Habla con alguien que pide audiencia, y concierta la entrevista.
-¿Qué estábamos diciendo? -Valery…
-¡Ah sí! ¡Qué bien sabía liar un cigarrillo! Era distinguido, pero de una gran sencillez.
Sobre la mesa hay un gran montón de libros y revistas, en trance o en espera de lectura. Sobre el montón, un plieguecillo con unas décimas de un poeta local.
-Contra lo que haya podido decirse, yo no me aficioné a la décima leyendo a Valery. Fue mucho antes, cuando oía recitar a Calderón en el teatro de Valladolid. Me encantaba ver al actor entre bastidores, fumando, y de pronto. verle salir a escena diciendo aquello de «Apurar, Cielos, pretendo…»
-Don Jorge ―le digo―, la revista LA PLUMA quiere que yo le haga una entrevista, para un número que van a hacer en su homenaje.
-¡Otra entrevista! Yo debía contestar lo que le dijo Ramón Carande a un entrevistador: «Mire usted, yo ya lo he dicho todo, de palabra y por escrito.» Carande. con sus 94 años, vino de Sevilla para verme. ¿Sabe que acortó la visita alegando que no quería cansarme? Le tengo mucho aprecio. Es un hombre que sabe todo lo que hay que saber sobre la historia económica de España en el siglo XVI. Tan familiarizado está con el Emperador, que le llama simplemente Carlos. Además, no desiste de publicar algún día su Galería de raros. Será un libro interesante: semblanzas de intelectuales que no han escrito una sola línea. En Bilbao había un señor apellidado Soltura que no publicó nada en su vida. pero que hablaba de tú a tú con Ortega y Unamuno. Suelo referir una cosa que me dijo Carande. aunque él asegura que yo la he mejorado: me contó que. cuando vivía en Ginebra, todas las tardes veía pasar a un ruso «que todavía se llamaba Ulianov… Bueno… Esta entrevista de usted quiero que sea la última.
-No sabe cuánto le agradezco este honor. Se me ocurre que podría comentarme un poema de cada uno de sus cuatro libros publicados. Si le parece. podríamos comenzar por ese estupendo soneto de Cántico que se titula «Unos caballos».
Don Jorge hojea el grueso volumen de Aire nuestro, en el que van juntos Cántico, Clamor y Homenaje.
-Aquí está. Sí. «Unos caballos». Este soneto lo escribí en Oxford, donde fui lector de español en los cursos 1929-1930 y 1930- 1931. Recuerdo que iba yo dando un paseo. y en un prado. campo ya, vi unos tristes caballos. comparables a su vegetal entorno. Eran «peludos, tristemente naturales». Américo Castro solía repetir este primer verso del soneto. cuyos dos cuartetos insisten en el inmóvil instante que los animales protagonizan. afines a la inmediata hierba crecida. Pero algo puede pasar, algo pasa en la Naturaleza. y «tanta acción de un destino acaba en alma». Los caballos contribuyen ala unión de la calma terrena con la calma de los cielos que ignoran. Son ya sobrehumanos. Por cierto que Juan Ramón Jiménez, en la época dialogada (luego vino la del «no diálogo»), me proponía que sustituyera «sobrehumanos» por «sobrenaturales.» Para él, que era «divino», podía tener sentido ese cambio. Para mí, no. Yo soy humano, y mi poesía puede remontarse desde lo humano, pero no puede ser nunca sobrenatural.
Resucita en mí un reflejo de estudiante y levanto la mano, pidiendo licencia para hacer una observación. Don Jorge me mira, con la misma apacible sonrisa que ha mantenido viva desde que llegué.
-Yo siempre he pensado me atrevo a decir que este soneto podría ponerse en cabeza de El origen de las especies, de Darwin. El vegetal entorno; el animal, como eslabón entre ese crecido vegetal y la acción de un destino que acaba en alma (o en razón); al fin, lo sobrehumano. ..Para mí es un poema evolucionista. ¡Y además concebido y escrito en Oxford!
Puede ser adecuada esa lectura –me responde. Aunque le confieso que no estoy familiarizado con Darwin. ¿Qué edición tiene usted de El origen de las especies?
Siempre me pregunta así por los libros para no ofender a mi biblioteca, hacia la que guarda gran consideración. Yo le informo y me hago a la idea de que pronto tendré el honor de propiciarle la lectura de Darwin. La curiosidad de Jorge Guillén nunca ha tenido límites: para comprobarlo, basta mirar el índice de su libro Homenaje.
Hacemos una pausa y, con Aire nuestro entre las manos, me pregunta qué poema de Clamor deseo que me comente. -Me interesaría mucho que me hablara de «Lugar de Lázaro».
-¿Por qué precisamente de ese poema?
-Bueno, en primer lugar porque pienso que no podemos dejar de referirnos a alguno de sus poemas largos. Por otra parte, en «Lugar de Lázaro» se halla su respuesta a las más acuciantes interrogaciones que el ser humano se hace.
-Es cierto, y empiezo por decirle que el poema está enraizado en la tradición ordinaria católica. Ya le he dicho que siento un gran respeto por las convicciones cristianas. Aunque se me conviertan en mitologías, las siento desde dentro. «Lugar de Lázaro » tiene 471 versos, distribuidos en cuatro partes. La primera, en endecasílabos, se refiere a Lázaro muerto, que espera la llegada del Hijo, la llegada de Cristo. En la segunda parte (versos octosílabos asonantados, con cambios de asonancia), sigo a San Juan, en el capítulo once de su Evangelio.
- Sin embargo ―le interrumpo―, advierto que omite usted algunos pormenores que en San Juan resaltan el contraste entre la muerte y la resurrección, como la frase de Marta: «Domine, iam foetet».
- ¡No, no! ¡Pobrecito Lázaro! Yo en lo que insisto es en la esperanza. La religiosidad siempre implica esperanza. Por eso no concibo que puedan existir creyentes en Dios que, al propio tiempo, se proclamen pesimistas. Por mi parte, pienso que esa esperanza puede corresponder a una verdad. Me alegraría mucho.
- La tercera parte del poema es, quizá, la más propiamente suya.
- Sí; en ella digo lo que más me interesaba decir. Lázaro vuelve a la vida con toda naturalidad. A la vida cotidiana y sencilla, que para mí es la verdadera. Los románticos quisieron desacreditarla. Yo la siento profundamente: «La casa, / Y en la casa la mesa, / Y a la mesa los tres ante su pan: / Volumen de alegría / Común sobre manteles / O madera de pino.» Unamuno también creía en esa vida sosegada que engendra la costumbre. Ya le he dicho antes que yo siento profundamente esa realidad que es la familia: primero, por cuanto significaron para mí mi padre y mi madre; y segundo. porque la mía me ha salido muy buena. La mesa (la mesa familiar) fue objeto ya de un poema en Cántico. Alguien dijo que era una mesa abstracta. De ninguna manera: ¡una mesa concreta! Al pan también me he referido en el poema «Emaús», que figura en la última parte de Clamor: «Sobre el mantel aguarda el pan. / Y el desconocido lo parte / Con tanta sencillez que es arte.» Lázaro se abandona a lo cotidiano: todo es natural para quien se siente «terrenal criatura de su Dios». Lo indecible (su contacto con la ultratumba) queda purgado de todo cuanto pudiera haber en él de fantástico.
- La cuarta parte es un soliloquio.
- Efectivamente. es un monólogo dramático. Quien había estado en la otra vida, acepta ésta, afirmando: «Soy ―porque estoy.» Resurrección de la carne. Más aún: no solamente resurrección del cuerpo. sino de todo lo que significa la vida terrenal. Vuelvo a afirmar que cuanto proclamo en esta cuarta parte del poema que comentamos está dicho desde dentro. El otro día. hablando con Aranguren, le confesé: «Yo soy naturaliter cristiano, aunque no ortodoxo.» El me contestó: «¡Eso no importa! Bueno, ya conoce usted lo que digo en «Lugar de Lázaro»: «Si fuera / Yo habitante de Tu Gloria / A mí dámela terrena.» Recuerdo. a este propósito. una conversación con Unamuno. El jamás era aburrido: se le ocurrían cosas constantemente. Paseando por Madrid. me preguntó si conocía la etimología de mi nombre. Me quedé pensando…
«¡Claro ―le dije―, de geo tierra)!» Unamuno tenía una preocupación constante por la filología. Una vez me dijo: «Tengo unas invitaciones para un mitin. ¿Viene usted conmigo?» Estuvimos en un palco, y no tengo la menor idea acerca de quiénes fueron protagonistas del acto. Sólo recuerdo unas palabras de Unamuno: «Por cierto, anoche he estado leyendo una gramática de una lengua africana.» Luego, poniendo una cara de niño travieso, me interrogó: «¿Sabe usted cómo hacen el futuro?»
Don Jorge apenas da lugar a la pregunta. No es verdad que lo haya dicho todo. Se le siente gozar de la expresión, disfrutar de la palabra, como quien la estrenara a cada instante.
- Yo no soy ateo. Comulgo en eso que los griegos llaman agnosticismo. Pero deseo a Dios. ¡Ojalá que exista! Por lo pronto, tenemos esta tierra. Y a Cristo. Santa Teresa no existía más que para Jesucristo. En Final traté de traerla a mi terreno, pero no lo conseguí. Se me escapaba. Nadie, sino Jesús, hubiese podido enamorarla: «¡Qué lejana Teresa encantadora!»
Va cayendo la tarde lentamente. Como en aquella ocasión italiana de Garcilaso, que Zapata recuerda. Con evidente emoción, lee: «Quiero en su verdad creer.» Y añade:
- La seguridad del ateo me da terror .
Hay otra pausa, mientras yo tomo algunas notas. Le digo:
- Usted acabó el libro Homenaje con un poema que se titula «Obra completa». ¿De verdad creía haber terminado su labor?
- Sí, eso fue antes de haber cumplido los ochenta años. Tuve la ingenuidad de pensar que ya no escribiría más, la sensación de obra completa. Pero estaba escribiendo otra vez a los quince días.
- Menos, menos -Comenta Irene en voz baja.
- El poema con el que termina Homenaje lo escribí en Lisboa. Tuve una sensación de tristeza, al sentirme superviviente de mi obra. Y llegué a suponer que con más versos se alzaría obesa. Espero que no. Lo que pasa es que yo siempre he tenido la obsesión del límite, consecuencia del sentido de la humildad. No de la modestia: de la humildad. Hay un poema en Clamor que se titula «Dimisión de Sancho». En él, Sancho, junto al Rucio, acepta sus límites, se ciñe con ellos y toca tierra. También en Clamor están estos versos del poema «Epifanía»: «Dios está de nueva manera, / Y viene a familia de obrero, / Sindicato de la madera. / El humilde es el verdadero… Inexplicablemente, en la Dictadura no se atrevieron a publicar estos versos. Temían que no sonara bien lo de «Sindicato de la madera».
- En Y otros poemas hay unas variaciones sobre «Obra completa».
- Claro. La musa «sopla, se impone y rige». Yo creo en la inspiración, y era ingenuo pensar que la obra podía estar acabada, en tanto la «fuerza mayor» no dejara de impulsar a la mano que traza los signos. Entiendo la inspiración como algo que no viene del razonamiento. Aunque siempre he procurado evitar la irracionalidad absoluta del surrealismo. El poema a que usted se refiere tuvo variantes en la segunda edición del libro: cambié el verso «Tampoco ‘peste de Otranto‘» por «‘Ningún Castillo de Otranto‘»; y le añadí un texto de Rosselló-Pòrcel, un poeta catalán que murió, y que fue una de las encarnaciones más puras de la juventud: «Inútil desesper del vespre. L ‘alba s’acosta ja amb I’espasa.» En ambas versiones hay una frase interrogativa entrecomillada: «‘¿Musa torrencial?‘» Aludo a Montale, cuando hablaba de la torrencalidad de la musa ibérica. En fin, la obra no acaba mientras haya vida. Mientras exista la facultad de escribir, lo difícil no seguir escribiendo.
- Su libro Y otros poemas no es, por otra parte, la última entrega de su obra. Está a punto de salir Final. Yo estoy seguro de que este libro no hará honor a su título: tampoco pondrá fin a su obra completa. ¿Podría usted adelantarme algún poema de ese Final que, afortunadamente, no será lo que anuncia?
- Sí. Por supuesto. Voy a leerle uno que dedico a Eduardo Chillida y que forma parte de la serie titulada «La Expresión»:
Alguien está inventando con fortuna.
El cuerpo no interpone
Discordancia. dolor.
Entre espíritu libre y mano libre.
Irradiante salud:
―Pero no inspiradora.
Ocurre el caso muy privilegiado
De una Salud erguida entre las Musas
Más puras y esenciales,
Que promueven y mueven,
Agiles, juvenile,
Con gracia.
- Es un poema a la salud.
- A la salud como musa, acorde del cuerpo con el Universo. Aunque eso sea menos cristiano, yo rechazo el dolor: me interrumpe mi acuerdo con el mundo, el acuerdo mi orden personal con el Orden Universal. Ya lo dije en Cántico: «Yo no soy mi dolor. / ¿Mío? Nunca. No acoge / Mi poder. Anulado, / Me pierdo en el desorden.» En Clamor me refiero al dolor como a una invasión que ocupa el ámbito de la calle, del hombre. En Homenaje hay un poema que se titula «Regreso a la salud»: «La conciencia ―mayor, ahora atónita― / Del equilibrio tan extraordinario / Que sostiene esta máquina del cuerpo…» Como dije en Y otros poemas, gusto de oír «La armonía en que el mundo se depura / de su vano desorden contingente.»
- Sin embargo, usted ha sostenido que la Creación que nos alza y nos nutre, es asimismo la que nos castiga.
- Sí. «Maternal, paternal…» Yo he dicho también que ojalá ese castigo sea el sumo acorde hacia un Dios incognoscible. Quién sabe… Siempre estuve, por vocación, dispuesto a la maravilla. Pero «Quiero lo humano efímero. / Lanzar me basta al curso del olvido / La intención de ser hombre dignamente.).
Pocas veces la acción de un destino acaba en tan suma dignidad. Don Jorge infunde, a la vez, confianza y respeto. Al margen ya de la entrevista formal, hablamos de libros. Le digo que he adquirido un ejemplar del Manuale tipografico de Bodoni.
- Si me preguntaran ―me confiesa― a qué personaje del pasado me hubiera gustado conocer, yo diría que a Bodoni. ¿Recuerda usted aquello que cuenta Stendhal? Encontró a Bodoni, en su imprenta de Parma, perplejo ante un arduo problema: la composición de la portada de un libro. El texto que había de componer era: «Oeuvres de Boileau». También me gustaría haber podido oír a Cicerón, pronunciando un discurso. Más que a Virgilio recitando. Por cierto que yo creía que Virgilio había tenido la voz atiplada, pero, a través del texto de Suetonio que usted me facilitó, descubrí que no: tuve que rectificar. En cuanto a los nuestros, mire usted, yo a Calderón lo saludaría respetuosamente. A Lope, en cambio. ..Con Lope yo tomaría café todos los días.
Tengo que cortar, porque temo que se fatigue. Miro a Irene, e Irene me hace así con la cabeza. Me levanto y él (no pulido y cortesano, sino sinceramente amable) se levanta también.
- ¡Por Dios. don Jorge! ¡Siéntese. por favor!
No me hace caso. Me entrega otra vez sus dos manos. La derecha. con la que ha escribió Cántico, Clamor, Homenaje, Y otro poemas y Final; con la que ha de escribir algo todavía. Y la izquierda, que «corrobora su presencia».
- Bueno. Hasta pronto.
Y se queda en el centro de la habitación (al fondo la ventana, totalmente anochecida), con otro gesto amplio, como cuando llegué: ahora, como quien despide a un barco que vino casi de vacío, y se va lleno.
- ¡Hasta pronto. don Jorge!
Datos Bio-bibliográficos
Jorge Guillén
(Valladolid, España, 1893-1984)
Bibliografía escogida:
Mientras el aire es nuestro, Cátedra, 1984.
Lenguaje y poesía, Alianza Editorial, 1992.
Obra poética, Alianza Editorial, 1994.
Obra en prosa, Tusquets, 1999.
Enlaces:
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