s.XX - Post-vanguardias - Octavio Paz: El ritmo, 1956
Las palabras se conducen como seres caprichosos y autónomos. Siempre dicen “esto y lo otro” y, al mismo tiempo, “aquello y lo de más allá”. El pensamiento no se resigna; forzado a usarlas, una y otra vez pretende reducirlas a sus propias leyes; y una y otra vez el lenguaje se rebela y rompe los diques de la sintaxis y del diccionario. Léxicos y gramáticas son obras condenadas a no terminarse nunca. El idioma está siempre en movimiento, aunque el hombre, por ocupar el centro del remolino, pocas veces se da cuenta de este incesante cambiar. De ahí que, como si fuera algo estático, la gramática afirme que la lengua es un conjunto de voces y que éstas constituyen la unidad más simple, la célula lingüística. En realidad, el vocablo nunca se da aislado; nadie habla en palabras sueltas. El idioma es una totalidad indivisible; no lo forman la suma de sus voces, del mismo modo que la sociedad no es el conjunto de los individuos que la componen. Una palabra aislada es incapaz de constituir una sucesión de vocablos dispuestos al azar. Para que el lenguaje se produzca es menester que los signos y lo sonidos se asocien de tal manera que impliquen y transmitan un sentido. La pluralidad potencial de significados de la palabra suelta se transforma en la frase en una cierta y única, aunque no siempre rigurosa y unívoca, dirección. Así, no es la voz, sino la frase u oración, la que constituye la unidad más simple del habla. La frase es una totalidad autosuficiente; todo el lenguaje, como un microcosmo, vive en ella. A semejanza del átomo, es un organismo sólo separable por la violencia. Y en efecto, sólo por la violencia del análisis gramatical la frase se descompone en palabras. El lenguaje es un universo de unidades significativas, es decir, de frases.
Basta observar cómo escriben los que no han pasado por los aros del análisis gramatical para comprobar la verdad de estas afirmaciones. Los niños son incapaces de aislar las palabras. El aprendizaje de la gramática se inicia enseñando a dividir las frases en palabras y éstas en sílabas y letras. Pero los niños no tienen conciencia de las palabras; la tienen, y muy viva, de las frases: piensan, hablan y escriben en bloques significativos y les cuesta trabajo comprender que una frase está hecha de palabras. Todos aquellos que apenas si saben escribir muestran la misma tendencia. Cuando escriben, separan o juntan al azar los vocablos: no saben a ciencia cierta dónde acaban y empiezan. Al hablar, por el contrario, los analfabetos hacen las pausas precisamente donde hay que hacerlas: piensan en frases. Asimismo, apenas nos olvidamos o exaltamos y dejamos de ser dueños de nosotros, el lenguaje natural recobra sus derechos y dos palabras o más se juntan en el papel, ya no conforme a las reglas de la gramática sino obedeciendo al dictado del pensamiento. Cada vez que nos distraemos, reaparece el lenguaje en su estado natural, anterior a la gramática. Podría argüirse que hay palabras aisladas que forman por sí mismas unidades significativas. En ciertos idiomas primitivos la unidad parece ser la palabra; los pronombres demostrativos de algunas de estas lenguas no se reducen a señalar a éste o aquél, sino a “esto que está de pie”, “aquel que está tan cerca que podría tocársele”, “aquélla ausente”, “éste visible”, etc. Pero cada una de estas palabras es una frase. Así, ni en los idiomas más simples la palabra aislada es lenguaje. Esos pronombres son palabras frases (1).
El poema posee el mismo carácter complejo e indivisible del lenguaje y de su célula: la frase. Todo poema es una totalidad cerrada sobre sí misma: es una frase o un conjunto de frases que forman un todo. Como en el resto de los hombres, el poeta no se expresa en vocablos sueltos, sino en unidades compactas e inseparables. La célula del poema, su núcleo más simple, es la frase poética. Pero, a diferencia de lo que ocurre con la prosa, la unidad de la frase, lo que la constituye como tal y hace lenguaje, no es el sentido o dirección significativa, sino el ritmo. Esta desconcertante propiedad de la frase poética será estudiada más adelante; antes es indispensable describir de qué manera la frase prosaica —el habla común— se transforma en frase poética.
Nadie puede substraerse a la creencia en el poder mágico de las palabras. Ni siquiera aquellos que de desconfían de ellas. La reserva ante el lenguaje es una actitud intelectual. Sólo en ciertos momentos medimos y pesamos las palabras; pasado ese instante, les devolvemos su crédito. La confianza ante el lenguaje es la actitud espontánea y original del hombre; las cosas son su nombre. La fe en el poder de las palabras es una reminiscencia de nuestras creencias más antiguas: la naturaleza está animada; cada objeto posee una vida propia; las palabras, que son los dobles mundo objetivo, también están animadas. El lenguaje, como el universo, es un mundo de llamadas y respuestas; flujo y reflujo, unión y separación, inspiración y espiración. Unas palabras se atraen, otras se repelen y todas se corresponden. El habla es un conjunto de seres vivos, movidos por ritmos semejantes a los que rigen a los astros y las plantas.
Todo aquel que haya practicado la escritura automática —hasta donde es posible esta tentativa— conoce las extrañas y deslumbrantes asociaciones del lenguaje dejado a su propia espontaneidad. Evocación y convocación. Les mots font l’amour, dice André Breton. Y un espíritu tan lúcido como Alfonso Reyes advierte al poeta demasiado seguro de su dominio del idioma: “Un día las palabras se coaligarán contra ti, se te sublevarán a un tiempo…”. Pero no es necesario acudir a estos testimonios literarios. El sueño, el delirio, la hipnosis y otros estados de relajación de la conciencia favorecen el manar de las frases. La corriente parece no tener fin: una frase nos lleva a la otra. Arrastrados por el río de las imágenes, rozamos las orillas del puro existir y adivinamos un estado de unidad, de final reunión con nuestro ser y con el ser del mundo. Incapaz de oponer diques a la marea, la conciencia vacila. Y de pronto todo desemboca en una imagen final. Un mundo nos cierra el paso: volvemos al silencio.
Los estados contrarios —extrema tensión de la conciencia, sentimiento agudo del lenguaje, diálogos en que las inteligencias chocan y brillan, galerías transparentes que la introspección multiplica hasta el infinito— también son favorables a la repentina aparición de frases caídas del cielo. Nadie las ha llamado; son como la recompensa de la vigilia. Tras el forcejeo de la razón que se abre paso, pisamos una zona armónica. Todo se vuelve fácil, todo es respuesta tácita, alusión esperada. Sentimos que las ideas riman. Entrevemos que pensamientos y frases son también ritmos, llamadas, ecos. Pensar es dar la nota justa, vibrar apenas nos toca la onda luminosa. La cólera, el entusiasmo, la indignación, todo lo que nos pone fuera de nosotros posee la misma virtud liberadora. Brotan frases inesperadas y dueñas de un poder eléctrico: “lo fulminó con la mirada”, “echó rayos y centellas por la boca”... El elemento fuego preside todas esas expresiones. Los juramentos y malas palabras estallan como soles atroces. Hay maldiciones y blasfemias que hacen temblar el orden cósmico. Después, el hombre se admira y arrepiente de lo que dijo. En realidad no fue él, sino “otro”, quien profirió esas frases: estaba “fuera de sí”. Los diálogos amorosos muestran el mismo carácter. Los amantes “se quitan las palabras de la boca”. Todo coincide: pausas y exclamaciones, risas y silencios. El diálogo es más que un acuerdo: es un acorde. Y los enamorados mismos se sienten como dos rimas felices, pronunciadas por una boca invisible.
El lenguaje es el hombre, pero es algo más. Tal podría ser el punto de partida de una inquisición sobre estas turbadoras propiedades de las palabras. Pero el poeta no se pregunta cómo está hecho el lenguaje y si ese dinamismo es suyo o sólo es reflejo. Con el pragmatismo inocente de todos los creadores, verifica un hecho y lo utiliza: las palabras llegan y se juntan sin que nadie las llame; y estas reuniones y separaciones no son hijas del puro azar: un orden rige las afinidades y las repulsiones. En el fondo de todo fenómeno verbal hay un ritmo. Las palabras se juntan y separan atendiendo a ciertos principios rítmicos. Si el lenguaje es un continuo vaivén de frases y asociaciones verbales regido por un ritmo secreto, la reproducción de ese ritmo nos dará poder sobre las palabras. El dinamismo del lenguaje lleva al poeta a crear su universo verbal utilizando las mismas fuerzas de atracción y repulsión. El poeta crea por analogía. Su modelo es el ritmo que mueve a todo el idioma. El ritmo es un imán. Al reproducirlo —por medio de metros, rimas, aliteraciones, paronomasias y otros procedimientos— convoca las palabras. A la esterilidad sucede un estado de abundancia verbal; abiertas las esclusas interiores, las frases brotan como chorros o surtidores. Lo difícil, dice Gabriela Mistral, no es encontrar rimas sino evitar su abundancia. La creación poética consiste, en buena parte, en esta voluntaria utilización del ritmo como agente de seducción.
La operación poética no es diversa del conjuro, el hechizo y otros procedimientos de la magia. Y la actitud del poeta es muy semejante a la del mago. Los dos utilizan el principio de analogía; los dos proceden con fines utilitarios e inmediatos: no se preguntan qué es el idioma o la naturaleza, sino que se sirven de ellos para sus propios fines. No es difícil añadir otra nota: magos y poetas, a diferencia de filósofos, técnicos y sabios, extraen sus poderes de sí mismos. Para obrar no les basta poseer una suma de conocimientos, como ocurre con un físico o con un chofer. Toda operación mágica requiere de una fuerza interior, lograda a través de un penoso esfuerzo de purificación. Las fuentes del poder mágico son dobles: las fórmulas y demás métodos de encantamiento, y la fuerza psíquica del encantador, su afinación espiritual que le permite acordar su ritmo con el del cosmos. Lo mismo ocurre con el poeta. El lenguaje del poema está en él y sólo a él se le revela. La revelación poética implica una búsqueda interior. Búsqueda que no se parece en nada a la introspección o al análisis; más que una búsqueda, actividad psíquica capaz de provocar la pasividad propicia a la aparición de las imágenes.
Con frecuencia se compara al mago con el rebelde. La seducción que todavía ejerce sobre nosotros su figura procede de haber sido el primero que dijo No a los dioses y Sí a la voluntad humana. Todas las otras rebeliones —esas, precisamente, por las cuales el hombre ha llegado a ser hombre— parten de esta primera rebelión. En la figura del hechicero hay una tensión trágica, ausente en el hombre de ciencia y en el filósofo. Éstos sirven al conocimiento y en su mundo los dioses y las fuerzas naturales no son sino hipótesis, ni tampoco, como para el creyente, realidades que hay que aplacar o amar, sino poderes que hay que seducir, vencer o burlar. La magia es una empresa peligrosa y sacrílega, una afirmación del poder humano frente a lo sobrenatural. Separado del rebaño humano, cara a los dioses, el mago está solo. En esa soledad radica su grandeza y, casi siempre, su final esterilidad. Por otra parte, es un testimonio de su decisión trágica. Por la otra, de su orgullo. En efecto, toda magia que no se trasciende —esto es, que no se trasforma en un don, en filantropía— se devora a sí misma y acaba por devorar a su creador. El mago ve a los hombres como medios, fuerzas, núcleos de energía latente. Una de las formas de la magia consiste en el dominio propio para después dominar a los demás. Príncipes, reyes y jefes se rodean de magos y astrólogos, antecesores de los consejeros políticos. Las recetas del poder mágico entrañan fatalmente la tiranía y la dominación de los hombres. La rebelión del mago es solitaria, porque la esencia de la actividad mágica es la búsqueda del poder. Con frecuencia se han señalado las semejanzas entre magia y técnica y algunos piensan que la primera es el origen remoto de la segunda. Cualquiera que sea la validez de esta hipótesis, es evidente que el rasgo característico de la técnica moderna —como de la antigua magia— es el culto del poder. Frente al mago se levante Prometeo, la figura más alta que ha creado la imaginación occidental. Ni mago, ni filósofo, ni sabio: héroe, robador del fuego, filántropo. La rebelión prometeica encarna la de la especie. En la soledad del héroe encadenado late, implícito, el regreso al mundo de los hombres. La soledad del mago es soledad sin retorno. Su rebelión es estéril porque la magia —es decir: la búsqueda del poder por el poder— termina aniquilándose a sí misma. No es otro el drama de la sociedad moderna.
La ambivalencia de la magia puede condensarse así: por un parte, trata de poner al hombre en relación viva con el cosmos, y en ese sentido es una suerte de comunión universal; por la otra, su ejercicio no implica sino la búsqueda del poder. El ¿para qué? Es una pregunta que la magia no se hace y que no puede contestar sin transformarse en otra cosa: religión, filosofía, filantropía. En suma, la magia es una concepción del mundo pero no es una idea del hombre. De ahí que el mago sea una figura desgarrada entre su comunicación con las fuerzas cósmicas y su imposibilidad de llegar al hombre, excepto como una de sus fuerzas. La magia afirma la fraternidad de la vida —una misma corriente recorre el universo— y niega la fraternidad de los hombres.
Ciertas creaciones poéticas modernas están tan habitadas por la misma tensión. La obra de Mallarmé es, acaso, el ejemplo máximo. Jamás las palabras han estado tan cargadas y plenas de sí mismas; tanto, que apenas si las reconocemos, como esas flores tropicales negras a fuerza de encarnadas. Cada palabra es vertiginosa, tal es su claridad. Pero es una claridad mineral: nos refleja y nos abisma, sin que nos refresque o caliente. Un lenguaje a tal punto excelso merecía la prueba d fuego del teatro. Sólo en la escena podría haberse consumido y consumado plenamente y, así, encarnar de veras. Mallarmé lo intentó. No sólo nos ha dejado varios fragmentos poéticos que son tentativas teatrales, sino una reflexión sobre ese imposible y soñado teatro. Mas no hay teatro sin palabra poética común. La tensión del lenguaje poético de Mallarmé se consume en ella misma. Su mito no es filantrópico; no es Prometeo, el que da fuego a los hombres, sino Igitur: el que se contempla a sí mismo. Su claridad acaba por incendiarlo. La flecha se vuelve contra el que la dispara, cuando el blanco es nuestra propia imagen interrogante. La grandeza de Mallarmé no consiste nada más en su tentativa por crear un lenguaje que fuese el doble mágico del universo —la Obra concebida como un Cosmos— sino sobre todo en la conciencia de la imposibilidad de transformar ese lenguaje en teatro, en diálogo con el hombre. Si la obra no se resuelve en teatro, no le queda otra alternativa que desembocar en la página en blanco. El acto mágico se transmuta en suicidio. Por el camino del lenguaje mágico el poeta francés llega al silencio. Pero todo silencio humano contiene un habla. Callamos, decía sor Juana, no porque no tengamos nada que decir, sino porque no sabemos cómo decir todo lo que quisiéramos decir. El silencio humano es un callar y, por tanto, es implícita comunicación, sentido latente. El silencio de Mallarmé nos dice nada, que no es lo mismo que nada decir. Es el silencio anterior al silencio.
El poeta no es un mago, pero su concepción del lenguaje como una society of life —según define Cassirer la visión mágica del cosmos— lo acerca a la magia. Aunque el poema no es hechizo ni conjuro, a la manera de ensalmos y sortilegios el poeta despierta las fuerzas secretas del idioma. El poeta encanta al lenguaje por medio del ritmo. Una imagen suscita a otra. Así, la función predominante del ritmo distingue al poema de todas las otras formas literarias. El poema es un conjunto de frases, un orden verbal, fundado en el ritmo.
Si se golpea un tambor a intervalos iguales, el ritmo aparecerá como tiempo dividido en porciones homogéneas. La representación gráfica de semejante abstracción podría ser la línea de rayas: ————-. La intensidad rítmica dependerá de la celeridad con que los golpes caigan sobre el parche del tambor. A intervalos más reducidos corresponderá redoblada violencia. Las variaciones dependerán también de la de la combinación entre golpes e intervalos. Por ejemplo: I-I-I—I-I—I-I-, etc. Aun reducido a ese esquema, el ritmo es algo más que medida, algo más que tiempo dividido en porciones. La sucesión de golpes y pausas revela una cierta intencionalidad, algo así como una dirección. El ritmo proporciona una expectación, suscita un anhelar. Si se interrumpe, sentimos un choque. Algo se ha roto. Si continúa, esperamos algo que no acertamos a nombrar. El ritmo engendra en nosotros una disposición de ánimo que sólo podrá calmarse cuando sobrevenga “algo”. Nos coloca en actitud de espera. Sentimos que el ritmo es un ir hacia algo, aunque no sepamos qué pueda ser ese algo. Todo ritmo es sentido de algo, aunque no sepamos qué pueda ser ese algo. Todo ritmo es sentido de algo. Así pues, el ritmo no es exclusivamente una medida vacía de contenido, sino tiempo original. La medida no es tiempo sino manera de calcularlo. Heidegger ha mostrado que toda medida es una “forma de hacer presente el tiempo”. Calendarios y relojes son maneras de marcar nuestros pasos. Esta presentación implica una reducción o abstracción del tiempo original: el reloj presenta al tiempo y para presentarlo lo divide en porciones iguales y carentes de sentido. La temporalidad —que es el hombre mismo y que, por tanto, da sentido a lo que toca— es anterior a la presentación y lo que la hace posible.
El tiempo no está fuera de nosotros, ni es algo que pasa frente a nuestros ojos como las manecillas del reloj: nosotros somos el tiempo y no son los años sino nosotros los que pasamos. El tiempo posee una dirección, un sentido, porque es nosotros mismos. El ritmo realiza una operación contraria a la de relojes y calendarios: el tiempo deja de ser medida abstracta y regresa a lo que es: algo concreto y dotado de una dirección. Continua manar, perpetuo ir más allá, el tiempo es permanente trascenderse. Su esencia es el más —y la negación de ese más. El tiempo afirma el sentido de un modo paradójico: posee un sentido —el ir más allá, siempre fuera de sí— que no cesa de negarse así mismo como sentido. Se destruye y, al destruirse, se repite, pero cada repetición es un cambio. Siempre lo mismo y la negación de lo mismo. Así, nunca es medida sin más, sucesión vacía. Cuando el ritmo se despliega frente a nosotros, algo pasa con él: nosotros mismos. En el ritmo hay un “ir hacia”, que sólo puede ser elucidado si, al mismo tiempo, se elucida qué somos nosotros. El ritmo no es medida, ni algo que está fuera de nosotros, sino que somos nosotros mismos los que nos vertemos en el ritmo y nos disparamos hacia “algo”. El ritmo es sentido y dice “algo”. Así, su contenido verbal o ideológico no es separable. Aquello que dicen las palabras del poeta ya está diciéndolo el ritmo en que se apoyan esas palabras. Y más: esas palabras surgen naturalmente del ritmo, como la flor del tallo. La relación entre ritmo y palabra poética no es distinta a la que reina entre danza y ritmo musical: no se puede decir que el ritmo es la representación sonora de la danza; tampoco que el baile sea la traducción corporal del ritmo. Todos los bailes son ritmos; todos los ritmos, bailes. En el ritmo está ya la danza; y a la inversa.
Rituales y relatos míticos muestran que es imposible disociar al ritmo de su sentido. El ritmo fue un procedimiento mágico con una finalidad inmediata: encantar y aprisionar ciertas fuerzas, exorcizar otras. Asimismo, sirvió para conmemorar o, más exactamente, para reproducir ciertos mitos: la aparición de un demonio o la llegada de un dios, el fin de un tiempo o el comienzo de otro. Doble del ritmo cósmico, era una fuerza creadora, en el sentido literal de la palabra, capaz de producir lo que el hombre deseaba: el descenso de la lluvia, la abundancia de la caza o la muerte del enemigo. La danza contenía ya, en germen, la representación; el baile y la pantomima eran también un drama y una ceremonia: un ritual. El ritmo era rito. Sabemos, por otra parte, que rito y mito son realidades inseparables. En todo cuento mítico se descubre la presencia del rito, porque el relato no es sino la traducción en palabras de la ceremonia ritual: el mito cuenta o describe el rito. Y el rito actualiza el relato; por medio de danzas y ceremonias el mito encarna y se repite: el héroe vuelve una vez más entre los hombres y vence los demonios, se cubre de verdor la tierra y aparece el rostro radiante de la desenterrada, el tiempo que acaba renace e inicia un nuevo ciclo. El relato y su representación son inseparables. Ambos se encuentran ya en el ritmo, que es drama y danza, mito y rito, relato y ceremonia. La doble realidad del mito y del rito se apoya en el ritmo, que las contiene. De nuevo se hace patente que, lejos de ser medida vacía y abstracta, el ritmo es inseparable de un contenido concreto. Otro tanto ocurre con el ritmo verbal: la frase o “idea poética” no precede al ritmo, ni éste a aquella. Ambos son la misma cosa. En el verso ya late la frase y su posible significación. Por eso hay metros heroicos y ligeros, danzantes y solemnes, alegres y fúnebres.
El ritmo no es medida: es visión del mundo. Calendarios, moral, política, técnica, artes, filosofías, todo, en fin, lo que llamamos cultura hunde sus raíces en el ritmo. Él es la fuente de todas nuestras creaciones. Ritmos binarios o terciarios, antagónicos o cíclicos alimentan las instituciones, las creencias, las artes y las filosofías. La historia misma es ritmo. Y cada civilización puede reducirse al desarrollo de un ritmo primordial. Los antiguos chinos veían (acaso sea más exacto decir: oían) al universo como la cíclica combinación de dos ritmos: “Una vez Yin —otra vez Yang: eso es el Tao”. Yin y Yang no son ideas, al menos en el sentido occidental de la palabra, según observa Granet; tampoco son meros sonidos y notas: son emblemas, imágenes que contienen una representación concreta del universo. Dotados de un dinamismo creador de realidades, Yin y Yang se alternan y alternándose engendran la totalidad. En esa totalidad nada ha sido suprimido ni abstraído; cada aspecto está presente, vivo y sin perder sus particularidades. Yin es el invierno, la estación de las mujeres, la casa y la sombra. Su símbolo es la puerta, lo cerrado y escondido que madura en la oscuridad. Yang es la luz, los trabajos agrícolas, la caza y la pesca, el aire libre, el tiempo de los hombres, abierto. Calor y frío, luz y oscuridad, “tiempo de plenitud y tiempo de decrepitud: tiempo masculino y tiempo femenino —un aspecto dragón y un aspecto serpiente—, tal es la vida”. El universo es un sistema bipartido de ritmos contrarios, alternantes y complementarios. El ritmo rige el crecimiento de las plantas y de los imperios, de las cosechas y de las instituciones. Preside la moral y la etiqueta. El libertinaje de los príncipes altera el orden cósmico; pero también lo altera, en ciertos periodos, su castidad. La cortesía y el buen gobierno son formas rítmicas, como el amor y el tránsito de las estaciones. El ritmo es imagen viva del universo, encarnación visible de la legalidad cósmica: Yi Yin – Yi Yang: “Una vez Yin otra vez Yang: eso es el Tao” (2).
El pueblo chino no es el único que ha sentido el universo como unión, separación y reunión de ritmos. Todas las concepciones cosmológicas del hombre brotan de la intuición de un ritmo original. En el fondo de toda cultura se encuentra una actitud fundamental ante la vida que, antes de expresarse en creaciones religiosas, estéticas o filosóficas, se manifiesta como ritmo. Yin y Yang para los chinos; ritmo cuaternario para los aztecas; dual para los hebreos. Los griegos conciben el cosmos como lucha y combinación de contrarios. Nuestra cultura está impregnada de ritmos ternarios. Desde la lógica y la religión hasta la política y la medicina parecen regirse por dos elementos que se funden y absorben en una unidad: padre, madre, hijo; tesis, antítesis, síntesis; comedia, drama, tragedia; infierno, purgatorio, cielo; temperamentos sanguíneo, muscular, nervioso; memoria, voluntad y entendimiento; reinos mineral, vegetal y animal; aristocracia, monarquía y democracia… No es ésta ocasión para preguntarse si el ritmo es una expresión de las instituciones sociales primitivas, del sistema de producción o de otras “causas” o si, por el contrario, las llamadas estructuras sociales no son sino manifestaciones de esta primera de esta primera y espontánea actitud del hombre ante la realidad. Semejante pregunta, acaso la esencial de la historia, posee el mismo carácter vertiginoso de la pregunta sobre el ser del hombre —porque ese ser parece no tener sustento o fundamento, sino que, disparado o exhalado, diríase que se asienta en su propio sinfín. Pero si no podemos dar una respuesta a este problema, al menos sí es posible afirmar que el ritmo es inseparable de nuestra condición. Quiero decir: es la manifestación más simple, permanente y antigua del hecho decisivo que nos hace ser hombres: ser temporales, ser mortales y lanzados siempre hacia “algo”, hacia lo “otro”: la muerte, Dios, la amada, nuestros semejantes.
La constante presencia de formas rítmicas en todas las expresiones humanas no podía menos de provocar la tentación de edificar una filosofía fundada en el ritmo. Pero cada sociedad posee un ritmo propio. O más exactamente: cara ritmo es una actitud, un sentido y una imagen del mundo, distinta y particular. Del mismo modo que es imposible reducir los ritmos a pura medida, dividida en espacios homogéneos, tampoco es posible abstraerlos y convertirlos en esquemas racionales. Cada ritmo implica una visión concreta del mundo. Así, el ritmo universal de que hablan algunos filósofos es una abstracción que apenas si guarda relación con el ritmo original, creador de imágenes, poemas y obras. El rimo, que es imagen y sentido, actitud espontánea del hombre ante la vida, no está fuera de nosotros: es nosotros mismos, expresándonos. Es temporalidad concreta, vida humana irrepetible. El ritmo que Dante percibe y que mueve las estrellas y las almas se llama Amor; Lao-tsé y Chuang-tsé oyen otro ritmo, hecho de contrarios relativos: Heráclito lo sintió como guerra. No es posible reducir todos estos ritmos a unidad sin que al mismo tiempo se evapore el contenido particular de cada uno de ellos. El ritmo no es filosofía, sino imagen del mundo, es decir, aquello en que se apoyan las filosofías.
En todas las sociedades existen dos calendarios. Uno rige la vida diaria y las actividades profanas; otro, los periodos sagrados, los ritos y las fiestas. El primero consiste en una división del tiempo en porciones iguales: horas, días, meses, años. Cualquiera que sea el sistema adoptado para la medición del tiempo, éste es una sucesión cuantitativa de porciones homogéneas. En el calendario sagrado, por el contrario, se rompe la continuidad. La fecha mítica adviene si una serie de circunstancias se conjugan para reproducir el acontecimiento. A diferencia de la fecha profana, la sagrada no es una medida sino una realidad viviente, cargada de fuerzas sobrenaturales, que encarna en sitios determinados. En la representación profana del tiempo, el 1 de enero sucede necesariamente al 31 de diciembre. En la religiosa, puede muy bien ocurrir que el tiempo nuevo no suceda al viejo. Todas las culturas han sentido el horror del “fin del tiempo”. De ahí la existencia de “ritos de entrada y salida”. Entre los antiguos mexicanos el rito del fuego —celebrados cada fin de año y especialmente al terminar el ciclo de 52 años— no tenían más propósito que provocar la llegada del tiempo nuevo. Apenas se encendían las fogatas en el Cerro de la Estrella, todo el Valle de México, hasta entonces sumido en sombras, se iluminaba. Una vez más el mito había encarnado, El tiempo —un tiempo creador de vida y no vacía sucesión— había sido re-engendrado. La vida podía continuar hasta que ese tiempo, a su vez, se desgastase. Un admirable ejemplo plástico de esta concepción es el Entierro del Tiempo, pequeño monumento de piedra que se encuentra en el Museo de Antropología de México: rodeados de calaveras, yacen los signos del tiempo viejo: de sus restos brota el tiempo nuevo. Pero su renacer no es fatal. Hay mitos, como el de Grial, que aluden a la obstinación del tiempo viejo, que se empeña en no morir, en no irse: la esterilidad impera; los campos se agostan; las mujeres no conciben; los viejos gobiernan: Los “ritos de salida” —que casi siempre consisten en la intervención salvadora de un joven héroe— obligan al tiempo viejo a dejar el campo a su sucesor.
Si la fecha mítica no se inserta en la pura sucesión, ¿en qué tiempo pasa? La respuesta nos la dan los cuentos: “Una vez había un rey…”. El mito no se sitúa en una fecha determinada, sino en “una vez…”, nudo en el que espacio y tiempo se entrelazan. El mito es un pasado que también es un futuro. Pues la región temporal en donde acaecen los mitos no es el ayer irreparable y finito de todo acto humano, sino un pasado cargado de posibilidades, susceptible de actualizarse. El mito transcurre en un tiempo arquetípico. Y más: es tiempo arquetípico, capaz de re-encarnar. El calendario sagrado es rítmico porque es arquetípico. El mito es un pasado que es un futuro dispuesto a realizarse en un presente. Nada más distante de nuestra concepción cotidiana del tiempo. En la vida diaria nos aferramos a la representación cronométrica del tiempo, aunque hablemos de “mal tiempo” y de “buen tiempo” y aunque cada treinta y uno de diciembre despidamos al año viejo y saludemos la llegada del nuevo. Ninguna de estas actitudes —residuos de la antigua concepción del tiempo— nos impide arrancar cada día una hoja al calendario o consultar la hora en el reloj. Nuestro “buen tiempo” no se desprende de la sucesión; podemos suspirar por el pasado —que tiene fama de ser mejor que el presente— pero sabemos que el pasado no volverá. Nuestro “buen tiempo” muere de la misma muerte que todos los tiempos: es sucesión. En cambio, la fecha mítica no muere: se repite, encarna. Así, lo que distingue al tiempo mítico de toda otra representación del tiempo es el ser un arquetipo. Pasado susceptible siempre de ser hoy, el mito es una realidad flotante, siempre dispuesta a encarnar y volver a ser.
La función del ritmo se precisa ahora con mayor claridad: por obra de la repetición rítmica el mito regresa. Hubert Y Mauss, en su clásico estudio sobre este tema, advierten el carácter discontinuo del calendario sagrado y encuentran en la magia rítmica el origen de esta discontinuidad: “La representación mítica del tiempo es esencialmente rítmica. Para la religión y la magia el calendario no tiene por objeto medir, sino ritmar, el tiempo” (3). Evidentemente no se trata de “ritmar” el tiempo —resabio positivista de estos autores— sino de volver al tiempo original. La repetición rítmica es invocación y convocación del tiempo original. Y más exactamente: recreación del tiempo arquetípico. No todos los mitos son poemas pero todo poema es mito. Como en el mito, en el poema el tiempo cotidiano sufre una transmutación: deja de ser sucesión homogénea y vacía para convertirse en ritmo. Tragedia, epopeya, canción, el poema tiende a repetir y recrear un instante, un hecho o conjunto de hechos que, de alguna manera, resultan arquetípicos. El tiempo del poema es distinto al tiempo cronométrico. “Lo que pasó, pasó”, dice la gente. Para el poeta lo que pasó volverá a encarnar. El poeta, dice el centauro Quirón a Fausto, “no está atado por el tiempo”. Y éste le responde: “Fuera del tiempo encontró Aquiles a Helena”. ¿Fuera del tiempo? Más bien en el tiempo original. Incluso en las novelas históricas y en los de asunto contemporáneo el tiempo del relato se desprende de la sucesión. El pasado y el presente de las novelas no es el de la historia, ni el del reportaje periodístico. No es lo que fue, ni lo que está siendo, sino que se esta haciendo: lo que se está gestando. Es un pasado que re-engendra y reencarna. Y reencarna de dos maneras; en el momento de la creación poética, y después, como recreación, cuando el lector revive las imágenes del poeta y convoca de nuevo ese pasado que regresa. El poema es tiempo arquetípico, que se hace presente apenas unos labios repiten sus frases rítmicas. Esas frases rítmicas son los que llamamos versos y su función consiste en re-crear el tiempo.
A tratar el origen de la poesía, dice Aristóteles: “En total, dos parecen haber sido las causas especiales del origen de la poesía, y ambas naturales: primero, ya desde niños es connatural a los hombres reproducir imitativamente; y en esto se distingue de los demás animales: en que es muy más imitador el hombre que todos ellos y hace sus primeros pasos en el aprendizaje mediante imitación; segundo, en que todos se complacen en las reproducciones imitativas” (4). Y más adelante agrega que el objeto propio de esta reproducción imitativa es la contemplación por semejanza o comparación: la metáfora es el principal instrumento de la poesía, ya que por medio de la imagen —que acerca y hace semejantes a los objetos distantes u opuestos— el poeta puede decir que esto sea parecido a aquello. La poética de Aristóteles ha sufrido muchas críticas. Sólo que, contra lo que uno se sentiría inclinado a pensar instintivamente, lo que nos resulta insuficiente no es tanto el concepto de reproducción imitativa como su idea de la metáfora y, sobre todo, su noción de naturaleza.
Según explica García Bacca en su Introducción a la Poética, “imitar no significa ponerse a copiar un original… sino toda acción cuyo efecto es una presencialización”. Y el efecto de tal imitación, “que, al pie de la letra, no copia nada, será un objeto original y nunca visto, o nunca oído, como una sinfonía o una sonata”. Mas, ¿de dónde saca el poeta esos objetos nunca vistos ni oídos? El modelo del poeta es la naturaleza, paradigma y fuente de inspiración para todos los griegos. Con más razón que al de Zola y sus discípulos, se puede llamar naturalista al arte griego. Pues bien, una de las cosas que nos distinguen de los griegos es nuestra concepción de la naturaleza. Nosotros no sabemos cómo es, ni cuál es su figura, si alguna tiene. La naturaleza ha dejado de ser algo animado, un todo orgánico y dueño de una forma. No es, ni siquiera, un objeto, porque la idea misma de objeto ha perdido su antigua consistencia. Si la noción de causa está en entredicho, ¿cómo no va a estarlo la de naturaleza con sus cuatro causas? Tampoco sabemos en dónde termina lo natural y empieza lo humano. El hombre, desde hace siglos, ha dejado de ser natural. Unos lo conciben como un haz de impulsos y reflejos, esto es, como un animal superior. Otros han transformado a este animal en una serie de respuestas a estímulos dados, es decir, a un ente cuya conducta es previsible y cuyas reacciones no son diversas a las de un aparato: para la cibernética el hombre se conduce como una máquina. En el extremo opuesto se encuentran los que nos conciben como entes históricos, sin más continuidad que la del cambio. No es eso todo. Naturaleza e historia se han vuelto términos incompatibles, al revés de lo que ocurría con los griegos. Si el hombre es una animal o una máquina, no veo cómo pueda se un ente político, a no ser reduciendo la política a una rama de la biología o de la física. Y a la inversa: si es histórico, no es natural ni mecánico. Así pues, lo que nos parece extraño y caduco —como bien observa García Bacca— no es la poética aristotélica, sino su ontología. La naturaleza no puede ser un modelo para nosotros, porque el término ha perdido toda su consistencia.
No menos insatisfactoria parece la idea aristotélica de la metáfora. Para Aristóteles la poesía ocupa un lugar intermedio entre la historia y la filosofía. La primera reina sobre los hechos: la segunda rige el mundo de lo necesario. Entre ambos extremos la poesía se ofrece “como lo optativo”. “No es oficio del poeta —dice García Bacca— contar las cosas como sucedieron, sino cual desearíamos que hubiesen sucedido”. El reino de la poesía es el “ojalá”. El poeta es “varón de deseos”. En efecto, la poesía es deseo. Mas ese deseo no se articula en lo posible, ni en lo verosímil. La imagen no es lo “imposible inverosímil”, deseo de imposibles: la poesía es hambre de realidad. El deseo aspira siempre a suprimir las distancias, según se ve en el deseo por excelencia: el impulso amoroso. La imagen es el puente que tiende el deseo entre el hombre y la realidad. El mundo del “ojalá” es el de la imagen por comparación de semejanzas y su principal vehículo es la palabra “como” y dice: esto es como aquello. Pero hay otra metáfora que suprime el “como” y dice: esto es aquello. En ella el deseo entre en acción: no compara ni muestra semejanzas sino que revela —y más: provoca— la identidad última de objetos que nos parecían irreductibles.
Entonces, ¿en qué sentido nos parece verdadera la idea de Aristóteles? En el de ser la poesía una reproducción imitativa, si se entiende por esto que el poeta recrea arquetipos, en la acepción más antigua de la palabra: modelos, mitos. Aun el poeta lírico al recrear su experiencia convoca a un pasado que es un futuro. No es paradoja afirmar que el poeta —como los niños, los primitivos, y, en suma, como todos los hombres cuando dan rienda suelta a su tendencia más profunda y natural— es un imitador de profesión. Esa imitación es creación original: evocación, resurrección y recreación de algo que está en el origen de los tiempos y en el fondo de cada hombre, algo que se confunde con el tiempo mismo y con nosotros, y que siendo de todos es también único y singular. El ritmo poético es la actualización de ese pasado que es un futuro que es un presente: nosotros mismos. La frase poética es tiempo vivo, concreto: es ritmo, tiempo original, perpetuamente recreándose. Continuo renacer y remorir y renacer de nuevo. La unidad de la frase, que en la prosa se da por el sentido o significación, en el poema se logra por gracia del ritmo. La coherencia poética, por tanto, debe ser de orden distinto a la prosa. La frase rítmica nos lleva así al examen de su sentido. Sin embargo, antes de estudiar cómo se logra la unidad significativa de la frase poética, es necesario ver más de cerca las relaciones entre verso y prosa.
Notas
1. La lingüística moderna parece contradecir esta opinión. No obstante, como se verá, la contradicción no es absoluta. Para Roman Jakobson, “la palabra es una parte constituyente de un contexto superior, la frase, y simultáneamente es un contexto de otros constituyentes más pequeños, los morfemas (unidades mínimas dotadas de significación) y los fonemas”. A su vez los fonemas son haces o manojos de rasgos diferenciales. Tanto cada rasgo diferencial como cada fonema se constituyen frente a las otras partículas en una relación de oposición o contraste: los fonemas “designan una mera alteridad”. Ahora bien, aunque carecen de significación propia, los fonemas “participan de la significación” ya que su “función consiste en diferenciar, cimentar, separar o destacar” los morfemas y de tal modo distinguirlos entre sí. Por su parte, el morfema no alcanza efectiva significación sino en la palabra y ésta en la frase o en la palabra-frase. Así pues, rasgos diferenciales, fonemas, morfemas y palabras son signos que sólo significan plenamente dentro de un contexto. Por último, el contexto significa y es inteligible sólo dentro de una clave común al que habla y al que oye: el lenguaje. Las unidades semánticas (morfemas y palabras) y las fonológicas (rasgos diferenciales y fonemas) son elementos lingüísticos por pertenecer a un sistema de significados que los engloba. Las unidades lingüísticas no constituyen el lenguaje sino a la inversa: el lenguaje las constituye. Cada unidad, sea en el nivel fonológico o en el significativo, se define por su relación con las otras partes: “el lenguaje es una totalidad indivisible” (Nota de 1964).
2. Marcel Granet, La pensée chinoise, París, 1938.
3. H. Hubert y M. Mauss, Mélanges d’histoire des religions, París, 1929.
4. Aristóteles, Poética, Versión directa, introducción y notas por Juan David García Bacca, México, 1945.
Datos Bio-bibliográficos
Octavio Paz
(México, 1914-1998)
Bibliografía escogida:
Libertad bajo palabra, 1949.
¿Águila o sol?, 1951.
Piedra de sol, 1957.
El arco y la lira, 1956.
El laberinto de la soledad, 1959.
Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, Seix Barral,
1982.
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