s.XX - Post-vanguardias - Jorge Eduardo Eielson: Para una preparación poética, 1955


I

Tal como en la vida de los artistas hay un aparente desorden semejante al orden que impera en la naturaleza (el crecimiento caprichoso de los árboles, por ejemplo, cuyas ramas siguen las leyes naturales de su propia estructura y del medio en que se encuentran), del mismo modo la lengua natural del poeta obedece, o debe obedecer, tanto más a los caprichos o estados de su alma cuanto mayor es su necesidad interior y su desapego a las normas de la escritura.

La dificultad mayor no está en plantearse que no comprometen a la poesía sino en cuanto ésta requiere de una vestidura, la menor posible para presentarse en público. La vestidura, en tal caso, es tan adjetiva como lo puede ser la sotana, el uniforme militar, los trajes civiles, o los taparrabos primitivos. Hacer de estos indumentarios signos de vida es tan mezquino como encauzar la propia vida humana según los anteriores tributos externos.

El ropaje —la retórica— nos permite, muchas veces, un tratamiento más familiar y sin peligros de la poesía. ¡Tanto menos peligro cuanto más lejos nos encontramos de ella! Pero, si fuéramos justos, deberíamos agradecer al buen cielo de que ello sea así. No todos estamos dotados, ni dispuestos, a la visión de ciertas desnudeces, de ciertas bellezas o deformidades, cuya suprema realidad no haría sino enceguecernos.

Y esto es lo que precisamente ocurre en los mejores instantes del alma humana; el clímax de una composición es un estado del alma que los sentidos no nos pueden revelar sino durante un estado del alma semejante. O, para decirlo mejor, durante un instante de desnudez equivalente a la que produce el instante de la entrega amorosa: la ceguera del cuerpo y del alma que nos transfigura y torna sagrados nuestros sentidos. Violentamente rituales nuestras más oscuras caricias, definitivos nuestros más terrenales deleites.

La retórica —el ropaje— del poema nos permite solamente vislumbrar la poesía. Y cuanto más perfecta pueda ser aquélla, tanto más vestida estará la poesía, tanto más deslumbrante en su traje de metáforas. ¿Qué decir entonces de la poesía malvestida, de la poesía que no posee sino trajes baratos, deteriorados por el uso y cortados sobre medida estándar? ¿Qué decir de la poesía púdica, vestida según el gusto de los parientes, o la moda provinciana, que imita torpemente y con retardo las veleidades de los grandes costureros de la lengua? Esto es lo que, desventuradamente, con mucha frecuencia sucede en nuestra poesía latinoamericana.

Excluidos Vallejo y Neruda, cuya técnica expresiva es un verdadero homenaje a la nobleza, a la poderosa juventud y a la riqueza de nuestra lengua, y tal vez dos o tres poetas más, los restantes no hacen sino remover, con variada suerte, el mismo guiso lírico posmodernista dentro de la consabida marmita metafórica. Sólo los rasgos de imaginación brillante de ingenio verbal, de rápidas y prematuras digestiones de la suculenta creación europea. Tan sólo una multiplicidad de palabras y de términos ya poetizados en las más vacías e inútiles variaciones de contenido y de forma. De aquí ese intolerable sabor a «poesía de vanguardia», que como la música o la pintura constituyen el más serio obstáculo para la captación de la verdadera poesía.

El estilo de una época —que no es obra de la multitud de hombres o de creadores de segundo orden— es el estilo de dos o tres hombres llamados a concebir nuevas y más perfectas soluciones a los eternos problemas del corazón y del espíritu. En este sentido, no existe una poesía sino en cuanto ella alcanza la categoría de un problema universal que se resuelve según las inviolables leyes del individuo. Considerando la intrincada estructura y la perfecta unidad de un solo espíritu como el instrumento más penetrante para tal fin.

La poesía llamada moderna de los poetas a la orden del día carece de problemas que no sean los referentes al vestuario. Basta leer unos versos de cualquier poeta latinoamericano para apreciar hasta qué grado de atrofia interior puede conducir el excesivo ejercicio retórico. El corazón paralizado. Las palabras sirven sólo para satisfacer el donjuanismo cada vez más doctrinario, intrascendente y mecánico de los profesionales de la vanguardia.

Habiendo admitido teóricamente la imperfección de la expresión poética humana, y no siendo posible establecer un correlativo material sobre la perfección del poema y la verdad o la belleza de la poesía, no nos queda —como decía antes— sino exigir la mayor desnudez posible en el poema, el más sucinto y puro vestido para quien nace de una sagrada fuente.

Un poema de Vallejo, por ejemplo, es desnudo porque no hay nada en él que nos distraiga del supremo objetivo de su poesía: el pavoroso conflicto entre la vida, la pasión y la muerte humana. Un poema de Neruda, en cambio, es desnudo, del mismo modo que lo puede ser una mujer, un pájaro o un caballo, cuya cabellera, plumas o crines, no son vestiduras convencionales sino atributos inseparables, verdaderas prendas de su desnudez natural. Tanto en el uno como en el otro, la poesía reina y se apoya profundamente en lo más agudo de su propia existencia: la existencia del hombre*.

II

Lo mejor de un poema, como lo mejor de un cuerpo, no son sus elementos (cabeza, tronco, extremidades, etc.; estrofa, verso, vocablo, etc.) sino la gracia que los visita y los une en una sonrisa, un movimiento armonioso, un llanto desesperado.

La poesía se sirve de las palabras para hacerse comunicable. Ella son un medio de expresión, no la expresión misma. Mucho menos la poesía misma. Superado el medio de las palabras, la poesía reina ilimitada y se confunde con la esencia de las cosas. La poesía, por lo demás, puede prescindir de las palabras (pintura, escultura, música, danza, religión, magia).

Las palabras no son objetos sino signos. El pensamiento no es la poesía sino su cauce humano. La poesía es el estado permanente del universo.

Las leyes de las imaginación, las leyes del universo. Las leyes de la poesía, ¿límites del poema?

El hombre se parece al universo en la medida que reconoce sus propios límites; su lenguaje, en este caso y tan sólo en este caso, estará lleno de poesía. Algebra de la creación: la suma con el universo del hombre es cero. ¿Es el cero la suma de todas las cosas? No, luego la suma del hombre con el universo es -1 o +1, es decir, un caso sui generis, privada un alma. La unión del alma con el universo se llama poesía. Su separación, poema.

Las palabras pasan (ver movimientos poéticos, ismos, diferencias de estilo), la poesía permanece. En la poesía simbolista —las palabras como objetos— los sentidos invaden el poema, el pensamiento palidece.

Poesía china y musulmana, cantos guerreros persas, himnos del Corán, folclor indio de América: el espíritu transfigura las palabras. el espíritu como figura sintética (sensibilidad, sentidos, pensamiento) que despierta y actúa en coincidencia con la gracia.

Upanishadas: «De todas tus formas la más bendita es la que yo percibo: tu esplendor». Invisibilidad de la poesía, presencia de la forma. Invisibilidad de los dioses, presencia de lo creado. (El universo es como una inmensa serpiente en continuo movimiento: su cabeza es el espíritu, su cola la materia. Las formas aparecen y desaparecen según los movimientos que se imprimen recíprocamente en el transcurso de un segundo o de una eternidad.)

La poesía confunde el conocimiento: el conocimiento es débil. La poesía ayuda al conocimiento: el conocimiento es débil. el conocimiento, en cambio, no agrega nada a la poesía. Una metáfora puede ser el núcleo de un sistema filosófico. Un sistema filosófico no basta para desentrañarla: no olvidar nunca que una metáfora es un organismo vivo, la réplica espiritual de un organismo viviente. La elección de un lenguaje, de un verso, de un vocablo, cae dentro de los límites de una función irreversible. La forma del poema depende de la perfecta coherencia de sus partes y recibe el nombre de vida. Y dentro del ámbito de las fuerzas vivientes, el menor error, la menor falsedad, el menor gesto superfluo produce un monstruo.

No hay sino una sola posibilidad para escribir un poema: no creer en las palabras.

Caminando entre árboles frondosos me vienen deseos de convertirme en uno de ellos. Renuncio de inmediato y maldigo con palabras entrecortadas mi forma humana. Nace un poema. Las palabras que me salvan de lo imposible son también el límite máximo de tal experiencia: «Yo no puedo ser árbol» es una forma inmediata, el poema; «yo quisiera ser un árbol» es la realidad poética permanente inmediata, yo podría escribir mil poemas sobre el mismo tema, sin convertirme jamás en un árbol. Yo podré caminar toda la vida entre árboles frondosos y mis deseos serán siempre los mismos, mientras exista en mí una realidad poética.

La poesía es la verdad cantada, palabras de un poeta, música de un pueblo. Los pueblos entonan la verdad, la melopea de la verdad tortura su alma pero creen en el misterio, adoran lo misterioso y se abandonan a lo invisible. El poeta muestra a su pueblo la coherencia terrena de su canto y convierte en liturgia sus esperanzas y sus terrores. Con ayuda de las palabras, la verdad y lo sagrado se hacen poemas.

http://eielson.perucultural.org.pe/indexflash.htm

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Datos Bio-bibliográficos

Jorge Eduardo Eielson

(Lima, Perú, 1924)

Bibliografía escogida:
Bibliografía: http://eielson.perucultural.org.pe/referencias.htm
Sin título, Pre-textos, Valencia, 2000.

Enlaces:
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