s.XX - Otros del s.XX - Hugo Mújica: Entrevista, 2001
“El hombre no tiene hambre, es hambre”
El autor argentino califica su poesía como existencial, desnuda y espiritual.
Texto: Carlos Ortega
Para el atropellado mundo contemporáneo, una personalidad contemplativa es un perro verde. Y mucho más si el contemplativo vive en medio de ese mundo sin rehuir su ruido. Hugo Mujica (Buenos Aires, 1942) pertenece a este último caso extremo del que ha hecho apuesta de apartarse del mundo, pero dentro de él. Su biografía dice que fue estudiante de Bellas Artes, Filosofía, Antropología y Teología, que pasó los años sesenta en la vorágine psicodélica de Nueva York, y que luego se mudó al monasterio trapense de Getsemaní, donde vivió siete años de silencio y meditación, y donde conoció a Thomas Merton. Rebasados los 40 años comenzó a publicar libros de poesía y de reflexión filosófica, de los cuales en España han aparecido los últimos, La palabra inicial y Flecha en la niebla (Trotta), y Para albergar una ausencia, Noche abierta y ahora Sed adentro (Pre-Textos). Referente mediático en su país, Argentina, sus respuestas en esta conversación están llenas de nociones que remiten a una psicología que ha tenido tratos con una realidad no inmediata, trascendente.
Pregunta. Su anterior libro poético, Noche abierta (Pre-Textos, 1999), parecía ser ya desde el mismo título fruto de una suerte de purga espiritual, de entrada y estancia en una noche oscura del sentido de la que salía una escritura muy original. ¿Su poesía se genera siempre así, como una decantación sucesiva de experiencias espirituales?
Respuesta. Cuando escribo, más que “hacia”, lo hago “desde”. Realmente escribo “desde” lo desconocido. Es un decirme o un dejar decir, pero no es una conciencia de entrar para buscar, sino más bien surge de algo que es un compromiso vital de buscar un sentido, una mayúscula o una luz. Es lo residual de una opción en la vida que, decantado, se expresa en esos poemas, los cuales si existencialmente son posteriores a la búsqueda, ontológicamente son previos.
P. Lo que resulta, en cualquier caso, es de una angostura y de una desnudez totales. ¿A qué se debe tal deflación de elementos lingüísticos, semejante parvedad, tal economía de palabras?
R. A una pura coherencia con lo encontrado. Una de esas pocas palabras es desnudez, que alude tanto a la desnudez física, la del desierto, como a la corporal, y que evoca una zona en la cual, efectivamente, se mueve mi poesía. Se trata de una zona muy poco poblada, y lo que ahí se encuentra pertenece más al orden del silencio, con el cual se hacen señas determinadas palabras, que al del contenido, al que hay que describir verbalmente. La prueba de esa coherencia, que experimento sobre todo cuando leo en público, la tengo en la gratificación que recibo a propósito de mi poesía: es justo la medida del silencio que yo genero. Si al terminar de leer un poema, el oyente quedó escuchando, es que el poema habló.
P. ¿No responde también a una cierta tradición literaria de la sequedad y el laconismo?
R. Como sabe, viví siete años en un monasterio bajo voto de silencio. Una de las enseñanzas que recibí entonces era que uno no debía leer nada con anterioridad a tener una experiencia. Es decir, que uno no leía de entrada a san Juan de la Cruz y a continuación trataba de emular su vivencia, sino que una vez alcanzabas cierto estadio de tu desarrollo espiritual, entonces te señalaban una lectura que se refería precisamente a la experiencia que acababas de conocer. De ese modo, estoy convencido de que hay en nosotros una experiencia que prevalece a la tradición más codificada y que tiene su propia tradición, la tradición de la experiencia no, claro está, en el sentido de la poesía de la experiencia, sino en un sentido existencial, más que literario . Cuando me preguntan cuáles son mis influencias literarias, suelo responder que todas están en la música. La verbalidad no es lo más importante. He estudiado cuatro carreras y ninguna tenía que ver con la literatura, que es una disciplina de las que menos conozco. Obviamente hay lecturas: desde la nada oriental al maestro Eckhart y a Juan de la Cruz, todo un alimento que también se traduce en la forma en la que aprendí a leer en aquella soledad, y que estriba en leer para que desaparezca en uno lo leído, antes que leer para retener y manejar información. Por esa razón me resulta difícil fijar quién soy yo y cuáles son mis lecturas.
P. ¿En ningún caso esa enseñanza existencial se complementa con la vecindad de una corriente poética como la que en su país han podido representar autores como Juan L. Ortiz, por ejemplo?
R. En Argentina, suelen incluirme en la línea que va de Olga Orozco a Alejandra Pizarnik. Sobre todo Orozco era de una verbosidad y de un barroquismo muy rotundos, aunque, desde el punto de vista del contenido, sus juegos de transparencias me resultan cercanos. También en Juan L. Ortiz reconozco cierta esencialidad, que es desde donde me gustaría que se atendiera a mi obra, antes que calificarla como minimalista.
P. Todavía al margen de lo verbal, ¿le preocupa asimismo cómo aparece el poema en la página?
R. Sí, hasta el punto de cuidarme personalmente de maquetar cada uno de mis libros. No ocurrió así con Noche abierta, que dejé en manos de la editorial, pero sí he vuelto a hacerlo en este último, en el que me he ocupado de que la poesía esté sobre el piso, y no colgada del inicio de la página. Ensayo mucho hasta dar con la espacialidad del poema. Soy consciente de estar escribiendo con una escritura que es el vacío y con otra que es lo lleno. Ahí se expresa también un lenguaje distinto.
P. Por volver a las palabras, en Noche abierta jugaba usted con dos, hambre y hombre, a las que convertía prácticamente en parientes, cuando no las hacía intercambiables. Ahora su nuevo título, Sed adentro, vuelve a evocar lo que parecen necesidades insatisfechas, vacíos siempre por llenar. ¿Qué clase de ansia es ésa?
R. Creo que es un ansia constitutiva del hombre. El hombre no tiene hambre, es hambre, hambre que es, al mismo tiempo, la memoria de una constitución imperfecta, inacabada. Cuando los antiguos ayunaban, lo hacían con el fin de prestar con sus cuerpos testimonio de una conciencia de la dependencia y del inacabamiento. Lo inacabado nos abre, precisamente, a una posibilidad de recepción. Una de las cosas que más me obsesionan es poder dar un viraje cultural entre el Hacedor y el receptor, o entre la praxis y la teoría, de manera que el hombre recupere nuevamente la facultad de recibir. Eso significaría un nuevo comienzo cultural y espiritual.
P. Uno de los poemas de Sed adentro presenta la imagen de una boca abierta bajo la lluvia que se traga todo el agua…
R. La lluvia es aquello que todavía cae sobre el hombre sin que el hombre juzgue que es el Hacedor el que llueve. De ahí que sea productiva como idea para evocar el juego de la recepción. También para mí es productiva como condición para escribir, porque los días de lluvia claudico toda cita y los dedicó a la poesía.
P. ¿Se puede decir que la lluvia le pone receptivo para el fenómeno poético?
R. La idea de la recepción es básica para la creación. La posibilidad de recibir es la posibilidad de crear. Y esa posibilidad exige una condición previa, que es el vacío. Nosotros siempre esperamos cosas colmados por el mundo de lo conocido. Era Foucault quien decía que la escritura acontece cuando se produce la muerte del yo. Esa muerte es como un paso atrás en uno que abre el espacio que permite que la creación por la palabra nazca. Y ésa es la receptividad poética que se puede ilustrar con la imagen de la escucha, pero también con la de la desnudez. Cuanto más escucha uno nada, para que lo que nazca no sea nada de lo ya sabido o repetido, entonces surge la pureza y la transparencia. También hay que tomar distancia respecto de esa transparencia que se recibe, para no empañarla. En el momento en que uno larga el yo, uno se vuelve receptivo y, por tanto, creativo, porque el impacto de la recepción lleva a darle voz a aquello que a uno lo tocó. Es una opción muy concreta de vida esa de permanecer a la escucha. Fue durante los años en que viví en silencio cuando me di cuenta de que toda expresión es expresión del silencio. Tengo muy marcado como horizonte el campo en el que vivía en aquel monasterio, y allí cada mañana veía nacer la aurora; pues bien, el campo es el silencio y la claridad primera es la palabra. Reproducir esa experiencia para mí es ponerme a disposición de la creatividad.
P. Decía Valéry que “un poema nace del silencio y vuelve al silencio”, y Simone Weil afirmaba que la poesía consiste en ir con las palabras al silencio…
R. Sí, claro. A mi juicio no hay una diferencia entre el silencio y la palabra , sino que entre ellos se da un continuo flujo y reflujo: uno acude al silencio para recibir la expresión como un don, y luego lo expresa para poder callarse. P. Usted señala a la música como la fuente de sus influencias, sin embargo. Y sus poemas lucen con inéditas combinaciones métricas que son distintas de su dibujo en la página, que parece ser lo que verdaderamente le preocupa…
R. Lo de la métrica y la poesía me parece cosa de españoles, cosa de una tradición en la cual no nací. Tengo, en cambio, una gran preocupación por la sonoridad del poema. Leo en voz alta mis poemas, pero nunca relaciono esa prueba con el hecho técnico de la métrica, sino con el sonido. En cuanto a la aparición del poema en la página, es la forma que tengo de puntuar y que transporto incluso a la prosa, donde cada vez trabajo más también la espacialidad.
Datos Bio-bibliográficos
Hugo Mújica
(Buenos Aires, 1942)
Bibliografía escogida:
Flecha en la niebla, Editorial Trotta, 1998.
La palabra inicial, Editorial Trotta, 1998.
Sed adentro, Pre-Textos, 2001.
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