s.XX - Poesía experimental - Pere Gimferrer: El porqué de la poesía, 1985


Es muy sabido: los que escribimos poemas somos los primeros en hacernos la misma pregunta que se puede hacer la gente corriente, la pregunta sobre la posible razón de ser de la poesía. No se le ocurre planteársela al adolescente solitario y febril que, con pulso torpe, inscribe en papel blanco o rayado o pardo la radiografía del sueño. Ni —en edades enterradas— cabía preguntarse si era útil el poeta que se beneficiaba de un mecenazgo, y sentía un encaje entre la sociedad y la obra. Depositario de lo sacro, oficiante del Buen Gusto o de la belleza, el poeta antiguo o el poeta cortesano cumplían un cometido social. Es en los tiempos modernos cuando la condición del novelista se afirma; la del poeta, en cambio, se convierte en incierta y difusa.

¿Para qué poetas —se preguntaba un romántico, hace más de cien años— en estos tiempos menesterosos? Y, hace sólo unos decenios, otro poeta hablaba de su «oficio o arte aburrido». Es un mester no muy apetecible, muestra, más bien, tendencia a la modorra, el cuerpo social apenas lo reclama, y ni siquiera es seguro que pueda competir con éxito con el resplandor instantáneo de una pintura o de un filme de aceptación, o, en otro sentido, con la sedimentación sinuosa y lacustre de una novela. Pero, pese a todo, la memoria retiene algunos poemas; o, simplemente, la impresión —tenue, indeleble— del recuerdo de su lectura. Son instantes que hemos vivido; y quizá es aquí —en la perennidad de unos pocos instantes precisos- donde tendremos que buscar el porqué del poema.

Veamos la esencia de estos instantes; veamos la esencia de un momento poético concreto. «En tendre prat gaudir el paisatge estricte», empieza un soneto de J. V. Foix. He aquí, quizá, una manera de situarnos en el terreno adecuado. Sentimos la ternura del prado; sabemos que es «tierno» porque tiene un verdor dulce o porque lo ha humedecido el rocío. Pero el paisaje es «estricto», preciso, bien dibujado, nítido, de contornos seguros. Lo vemos ahora con mayor nitidez, con claridad definitoria, más firmemente deslindado que en la visión confusa de la vida corriente. El verso nos lo hace ver así.

Quizá, en definitiva, todo arte no es sino un punto de vista para ver el mundo —un instante sólo—, no como idea vivida día a día, sino como presencia que, de súbito, estalla ante nuestros ojos. Es así como Jorge Guillén, en un crepúsculo de ciudad —asfalto y esquinas hotiles—, nos habla de «El ventarrón de marzo, / tan duro que se ve». Sí: vemos el viento, esquinado en la aspereza de los muros inhóspitos, en este crepúsculo marzaleño y hosco. y quizá por eso el crepúsculo —instante transitorio— es como la morada natural del estado de espíritu que nos puede abrir el poema.

El máximo poeta de los llamados «crepusculares» italianos de comienzos de este siglo, Sergio Corazzini, describió este estado: «Santitá delle sere / che nom hanno domani», es decir, la santidad de los atardeceres que no tienen mañana. Este instante de visión nítida —el poema— tiene la claridad transitoria e inusual del poniente que luce y morirá como todos nosotros. Quietos, nos deja al borde de la plegaria ante el mundo natural.

De: Pere Gimferrer, Segundo dietario, Seix Barral, Barcelona, 1985. Fuente: Pedro Provencio, Poéticas españolas contemporáneas, II, Hiperión, 1988.

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Datos Bio-bibliográficos

Pere Gimferrer

(Barcelona, 1945)

Bibliografía escogida:
Arde el mar, Cátedra, 1994.
Mascarada, Península, 1996.
El agente provocador, Península, 1998.

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